En el hospital José G. Parres se acaban muchas historias. Desde abril de 2020, cuando este centro hospitalario fue adaptado para atender únicamente a personas con Covid-19, el personal médico ha atestiguado el último aliento de madres, hijos, abuelos y esposos. Daniel Xibillé-Friedmann recuerda bien dos de esas historias.
“Llegó el hijo con su mamá, los dos mal. La mamá se enfermó y el hijo había estado cuidando de ella, pero se enfermó también, y llegó un punto donde ya no aguantaron y se vinieron al hospital. Se hospitalizaron ambos. La mamá murió un día y el hijo, a diario, seguía preguntando por ella”, recuerda el doctor Daniel, traumatólogo en el servicio de medicina interna del José G. Parres.
Cuando un paciente internado pregunta por un familiar que, también internado, muere, los médicos se debaten entre darle o no la noticia. ¿Qué será lo mejor? A los tres días de la muerte de su madre, aquel hijo también falleció.
“Evidentemente te pega cuando mueren pacientes, sobre todo los que tienen posibilidades de salir adelante, y eso es lo que más te afecta”, reconoce Daniel.
Recuerda otra historia: la de una pareja de esposos, internados uno frente a la cama del otro, dando todo de sí para recuperarse. Primero se fue ella y, a los tres días, siguiéndola hacia un destino incierto, él también murió.
Hasta antes de que el personal médico de la primera línea de respuesta al Covid-19 recibiera las vacunas contra el virus, las noticias de compañeros y amigos fallecidos fueron recurrentes. De acuerdo con la Secretaría de Salud estatal, desde el inicio de la pandemia se han confirmado dos mil 167 contagios en el personal de salud de Morelos, entre médicos, enfermeros y enfermeras y trabajadores que se desempeñan en otras áreas. De los contagiados confirmados, la cifra oficial reconoce a 66 fallecidos.
Un riesgo permanente
El 10 de diciembre de 2020, Arturo Cruz empezó a sentirse mal. Eran los síntomas de la gripa, recuerda.
“Me sentí mal y al tercer día mi esposa, y al cuarto día mi hija, y luego el resto de la familia. Somos cinco, y los cinco nos fuimos a hacer la prueba nasofaríngea y salió positiva. Todos estuvimos en cama, con fiebre, dolor de cabeza, de cuerpo, tos, gripa”, rememora.
Arturo Cruz tiene una clínica particular en Cuautla y además trabaja en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Si bien no está en la primera línea, ha llegado a tener contacto con pacientes que desconocen su diagnóstico de Covid-19, y que pueden acudir a los consultorios sin saber que son portadores del virus. En la clínica de Cruz se han registrado 10 contagios del virus entre el personal de salud.
“Me preocupé mucho, porque decía ¿y si me muero, quién va a cuidar a mi familia? Eso es algo muy pesado, muy triste: cuando el jefe de familia se enferma y de ti dependen, es muy triste, pero la ciencia médica, los compañeros médicos nos atendieron, y Dios nos sacó adelante”.
No pocos pacientes con Covid-19 han sido, incluso, operados antes de que los médicos tengan conocimiento de su diagnóstico. Esta se convirtió en una realidad a la que Miguel Montiel, traumatólogo y ortopedista del IMSS en el Hospital Roberto Aguli, hizo frente desde el inicio de la pandemia, a pesar de que tampoco está en la primera línea.
“Usualmente acabamos de operar, se quedan en recuperación cuatro horas, pasan a su cuarto y hasta el siguiente día, en la noche, empiezan a tener desaturación, que es una bajada de oxigenación, y es cuando empezamos a mandar pacientes al hospital regional para hacerse la prueba, y es cuando sale positivo”, explica Montiel.
Cuando eso pasaba, sobrevenía el miedo, la preocupación por llegar a casa y contagiar a sus familiares. Durante varios meses, los médicos de todas partes han tenido que exiliarse en su propio cuerpo, en el espacio que ocupan al caminar, para no arriesgar a quienes más aman. Se apartan de sus esposas e hijos, se mudan de casa, se bañan tres o cuatro veces al día, y se agotan.
Sobre el valor y la incomprensión
Cuando el Hospital General de Zona No. 7 del IMSS designó un área para atender a pacientes con Covid-19 en Cuautla, en febrero pasado, Laura Cruz fue una de las tres enfermeras que se ofrecieron como voluntarias para atender a pacientes contagiados. No hay muchos enfermeros que estén decididos a arriesgar su salud y la de sus familias con tal de que los pacientes con Coronavirus tengan a alguien que vea por ellos. De hecho, ella misma se sintió invadida por el pánico.
Aunque cada vez con menos frecuencia, la pandemia llevó al personal de salud a ser objeto de señalamientos por parte de la sociedad. Durante casi un año han tenido que enfrentarse a miradas incisivas, temerosas, a personas que prefieren no estar cerca de ellos, a conductores que se niegan a darles servicio, pasajeros que los observan como si vinieran de otro planeta.
“En una ocasión, al tomar el transporte público, iba una señora sentada, comiendo sin cubrebocas. Cuando me senté a su lado vi una expresión de molestia y se colocó el cubreboca como si yo la fuera a infectar, por lo que me atreví a decirle que qué bueno que se lo colocaba, porque yo me cuido y me daba pendiente que ella, que estaba comiendo con las manos sucias, pudiera infectarme. Ella solo sonrió y guardó lo que comía”, recuerda Laura.
Un año de incertidumbre
Para la gran mayoría, pero sobre todo para el personal médico ha sido un año de vivir con miedo, en incertidumbre, de pérdidas, de contagiarse, en otros casos, de aprendizaje diario para poder combatir a la Covid-19 desde la primera línea, y a la vez, de enojo porque la ciudadanía no hace caso a las recomendaciones.
Cabe destacar que los nombres de los siguientes entrevistados fueron cambiados por temor a las represalias.
Rogelio, médico cirujano, trabaja en un hospital de la entidad, desde el inicio de la pandemia fiel a su vocación, tomó la determinación de formar parte del grupo de primera línea, confesó que sin duda existía temor a lo desconocido, pero se documentó e investigo lo que ya se venía trabajando en otros países.
Indicó que quizá por descuido o desconocimiento, se infectó de Covid-19 en la primera ola de contagios, sin embargo logró recuperarse satisfactoriamente, pero meses después volvió a contraer el virus, y esta vez, la recuperación fue más difícil, debido a que los síntomas fueron más agresivos.
Regina es trabajadora social en un hospital de la entidad, a un año de la pandemia ha vivido con el miedo constante de contagiarse, en un principio porque ha visto a los pacientes graves, y el fatal desenlace que pueden tener. Ha perdido amigas, amigos, colegas... ha visto la desesperación y el sufrimiento de los familiares, quienes no pueden tener contacto con su familiar, cómo se aferran a una esperanza, y también cómo pueden llegar a descargar su dolor contra los trabajadores de salud.
Sin embargo, se ha encontrado con la falta de apoyo por parte de quienes están a cargo del hospital, y del Gobierno Federal, quienes les han dado cubrebocas, pero no los que consideran adecuados, y cuando llevan su propio equipo de protección no quieren que lo usen.
También ha visto que se han preocupado más porque los detalles no salgan a la luz, incluso los han hecho firmar una especie de acuerdo de confidencialidad, y en representaciones sindicales no han encontrado apoyo. Desde hace un año cambió su rutina de llegar a casa; para proteger a su familia, lo primero que hace es llegar a bañarse y lavar su ropa, tiene miedo de contagiarse e infectar a sus familiares, sobre todo porque algunos son personas vulnerables. Cuenta que ya le fue aplicada la dos dosis de la vacuna, pero seguirá protegiéndose al máximo.
El principio del fin
Después de un año de angustia, dolor y trabajo incansable, en que médicos, enfermeros y enfermeras tuvieron que sacrificar sus vacaciones ante la falta de personal para atender a los enfermos, el programa de vacunación emprendido por el gobierno federal parece ser, tal como lo han dicho las autoridades, el principio del fin. Si bien el personal médico coincide en que las medidas de prevención deben continuar incluso después de la inoculación, ve con esperanza el interés que han tenido los adultos mayores al acudir a las jornadas realizadas en los primeros municipios donde se han instalado puntos de vacunación.
“La vacuna debe ser el principio del fin, pero es muy importante que la vacunación se mantenga y se expanda, y sea lo más pronto posible. Si la gente quiere salir a divertirse pronto, la vacunación es la clave”, afirma Daniel Xibillé-Friedmann.
A pesar de los errores de logística que se han registrado en los primeros municipios de Morelos a los que ha llegado la vacuna, el personal médico mantiene su confianza en el trabajo de las autoridades y en la responsabilidad del resto de ciudadanos cuando llegue la hora de que adultos y jóvenes acudan a hacer fila tal como ya lo hicieron sus padres y abuelos.
Con información de Jesica Arellano