El silbido agudo rompe el silencio de la calle que de vez en cuando ocupan los motores de los carros. Ahí va don Lalo empujando su rueda, voltea para todos lados esperando ver abrir una puerta y solicitar su servicio. Lleva casi 30 años dedicado a ir de un lugar a otro silbando a la espera de que las amas de casa salgan y así pueda ganarse unos pesos. Lo que hace, dice presumiendo, le ha dado de comer a él y a su familia y no se avergüenza. Afila cuchillos, tijeras, machetes, todo a lo que tenga que sacarse filo.
A cada 10 metros o menos vuelve a sonar el afilador mientras el liñares en forma de rueda avanza, aunque hay quienes han adaptado alguna bicicleta, don Lalo lo hace caminando mientras empuja la rueda.
Todo indica que el origen de este oficio artesano es gallego, concretamente de Orense, por eso mismo la ciudad es conocida por ser "Terra de Chispas", debido a los centelleos que salían de la rueda al afilar los utensilios de corte.
Estos comerciantes ambulantes se trasladaban por los pueblos de casa en casa con su rueda de afilar o de liñares, por el nombre del pueblo de la Ribeira Sacra que las fabricaba.
Fueron los españoles quienes trajeron este oficio que de inmediato se extendió por todo el continente, y seguramente en cada pueblo alguien alcanzó a ver a una persona afilando los utensilios que los vecinos tenían en sus casas.
Si bien, la Secretaría de Cultura señala que el afilador tuvo su apogeo entre los siglos XVIII y XIX, ya a finales del Siglo XX este sonido estaba ya prácticamente extinto. Los afiladores fueron tan populares que hasta Goya hizo un cuadro sobre ellos, pero no es muy conocido.
Como don Lalo en Cuernavaca, los afiladores se hacen acompañar por la tarazana o rueda de afilar, que en un principio transportaban a la espada y con su chifle (pito o silbato, flauta de pan) anunciaban su presencia en la comunidad.
En México todavía se pueden encontrar, aunque cada vez con menos frecuencia, algunos en los mercados y en las colonias populares, quienes aún hacen sonar su flauta de pan y gritan “el afiladooooooor”.
Y así va el señor Lalo, presume que ya son casi 30 años de su vida los que se ha dedicado a recorrer las calles, las colonias de Cuernavaca y el área conurbada. Con la pandemia y aunque gradualmente ya casi no hay quien se dedica a ser afilador, destacó que no le ha faltado para llevar la comida a su casa.
Afila un cuchillo y lo toca con los dedos y muestra cómo cambia su textura.
Su cuota es de 10 o 15 pesos, si son machetes o cosas más grandes entonces la tarifa sube un poco más. Sabe que en esta pandemia uno no puede ser tan exigente, “lo que caiga es bueno”, rectifica que desde la cuarentena no había manera de llevar el sustento a casa, hoy se atreve a salir para buscar unos cuantos pesos y también revivir esta actividad que se extingue cada día.