Algunas historias duran años. Otras, décadas. Unas más, generaciones. La historia de la huarachería y talabartería “Uribe” dura tres: la empezó a escribir el abuelo Felipe Uribe Torres, la continuó su hijo Ángel y hoy en día, después de ochenta años, la siguen escribiendo sus nietas Juliana y Angélica, dos mujeres aguerridas que se han negado a cerrar este libro ante toda adversidad posible.
Y es que hablar de huaraches no es algo sencillo. Es todo un mundo. Requiere de práctica, conocimiento y mucho amor a nuestras raíces y demasiadas ganas de salir adelante.
Los inicios
Todo empezó hace ochenta años. En aquella época, Cuautla era todavía un lugar en el que se sembraba por todas partes. En las siembras, los campesinos requerían de huaraches duraderos que les permitieran andar sobre la tierra con pasos firmes. Aquí es donde aparece don Felipe, un hombre que pasó la mayor parte de su vida dando forma a los huaraches que usaban aquellos hombres de campo.
“Él fue el que empezó el negocio. Aquí tenía los talleres, aquí en el mercado, empezó con estas dos casillas y la gente que llegó a pasar por el lugar en aquel entonces veía que esto era una algarabía, un escándalo, porque estaban maquilando, haciendo la planta del huarache. Había trabajadores desde las seis de la mañana”, describe Juliana Uribe, de 56 años de edad.
Mucha gente de la época acudió a este sitio, ubicado al fondo del mercado municipal, en busca de calzado. Y siempre lo encontró a su medida. Don Felipe era un fabricante de huaraches de tiempo completo, que contaba con su propio taller y tenería, donde curtía las pieles con las que se fabrican las tiras de los huaraches.
“Curtía el cromo, la planta y la suela. Son diferentes curtidos”, dice Angélica, de 53.
Aprendiendo de papá
Lo que bien sabía hacer don Felipe lo aprendieron también sus hijos. Ángel, padre de Juliana y Angélica, quien llevó la técnica a un nivel distinto, labrando cada huarache como si de una artesanía se tratara.
“Él era artesano. Hacía huarache, pero sí decía que lo hacía para concurso, porque era muy meticuloso, de verdad”, recuerda Juliana.
Ya por aquellos años, Angélica había experimentado el despertar de una curiosidad que la llevó a adentrarse en los talleres de sus tíos como atraída por un imán, primero entre un juego y otro y, con el tiempo, con mucha más seriedad. Tristemente, fue también la época en que murió su padre.
“Cuando yo iba a cumplir ocho años y ella seis se nos fue. Murió en 1973 y a nosotras nos dejó chiquitas”, rememora Juliana, mientras Angélica guarda silencio. Juliana continúa:
“Ella siempre anduvo metida en los talleres, con los tíos. A los trabajadores que eran ayudantes les decían ‘jalapatas’, y ella fue jalapatas del tío: si te hacías tontito te aventaban un hormazo, y son hormas de madera, nada de juegos. Tuvimos una escuela muy buena, porque los tíos, a pesar de que fuéramos sobrinos, no te la perdonaban. Eran exigentes, pero como sabías cómo eran las cosas, hacías todo bien”.
Y lo que al principio era un juego se convirtió en una forma de vida para la más pequeña: desde 1986, Angélica está al frente de la huarachería, que conserva el apellido de la familia.
“Saliendo de la primaria yo me venía para acá. Aquí me la pasaba los sábados y domingos. Por eso es que aprendí cómo se maneja un negocio. En tiempos del cebetis mi hermano Carlos me apoyaba, para que yo me fuera a comer. Siempre hemos manejado que el negocio es familiar. De la familia Uribe Ortega, orgullosamente”, afirma.
Del huarache a las botas
Aunque Angélica aprendió el arte de hacer huaraches, acepta que hoy en día el calzado a la venta en el negocio es mayormente adquirido a terceros, pero siempre construido por manos mexicanas y procurando que los clientes porten calzado de calidad. Pero los tiempos ya no son los mismos que vivió su abuelo, su padre y sus tíos. Hoy en día, los campesinos han sustituido los huaraches por botas.
“A raíz de que se empiezan a vender los sembradíos bajó la venta de huarache, y es notable. Ya no hay campesinos. Y ahora al campesino se le hace más cómodo también trabajar con botas. Pero los señores grandes no, ellos prefieren sus huaraches y siguen viniendo, afortunadamente y gracias a Dios, buscan el cocido, el aceitado, el Acapulco. Este es el cocido y, gracias a Dios, yo te lo sé tejer”, dice, con orgullo, y muestra un cocido.
Pero no pensemos que todo está perdido. En absoluto. Para quienes se siguen dedicando a la producción de huaraches, el turismo se ha convertido en un gran nicho de mercado. Curiosamente, esta pieza, de origen prehispánico en el centro y sur de México, es cada vez menos usada por los mexicanos, pero cada vez más por los extranjeros.
“Quienes vienen del extranjero son quienes más lo valoran, los que más compran. Tú ves a las mujeres de Estados Unidos, que se ponen el huarache rústico, el de campesino, y se lo llevan puesto. Lo valoran más los extranjeros que el propio paisano”, dice Juliana.
Ambas reconocen que, más allá de las ventas que genera el turismo, hacen falta acciones de las autoridades para impulsar el patrimonio comercial y artesanal que hay en Cuautla. En 2015, cuando la remodelación del mercado municipal llevó a los locatarios a ofrecer sus productos en el zócalo, al aire libre, las hermanas Uribe descubrieron que mucha gente ignoraba que dentro del complejo seguían vendiéndose huaraches.
“La gente no sabe que aquí hay huaracherías y pensaban que veníamos de Guanajuato. Y yo, payaseando, decía si nos veían cara de momias o qué”, suelta Angélica, con una carcajada.
La pandemia
Al fondo del mercado municipal, en las casillas 1, 77 y 78, que se encuentran una frente a las otras dos, las hermanas Uribe no dudaron en cerrar sus negocios cuando fue necesario hacerlo debido a la pandemia de la covid-19. Aun así, Juliana resultó contagiada del virus. Aunque hoy está vacunada, Juliana ha optado por no regresar al mercado, que a final de cuentas es un espacio cerrado.
“Como está cerrado y la gente todavía le falta mucha educación, escupen, se quitan el cubreboca, estornudan. Es un lugar cerrado, y el virus nada más está viendo dónde agarrarse y se queda, así que en lo personal no he venido”, reconoce.
Por su parte, Angélica está de vuelta desde el 21 de septiembre del año pasado, esperando que, día con día, la situación vuelva a la normalidad.
“No he fallado, pero luego sí me doy un día de descanso porque el cuerpo lo pide, y de ahí en fuera aquí estoy, lo que Dios nos dé es bueno, pero esperemos que ya todo regrese a la normalidad”, confía.
Un poco de historia
Según Wikipedia, el huarache es un tipo de sandalia originario de México y otros países latinoamericanos. El término proviene de la palabra “kwarachi”, de la lengua purépecha o tarasco. En sus orígenes, el cactli estaba hecho con algodón, mientras que el huarache moderno está hecho con tiras de cuerno de ganado, material que fue introducido en la llegada de los españoles. Históricamente, los huaraches se fabricaron en el centro y sur de México, pero siguen usándose en estados como Colima, Jalisco, Michoacán, Yucatán y, desde luego, Morelos.
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