En 2008, el escritor español Arturo Pérez-Reverte dijo que a México se le entiende más por lo que han hecho Los Tigres del Norte que por lo que han escrito sus pensadores. La intelectualidad mexicana respingó. Guillermo Sheridan reaccionó con ironía rabiosa: “Logré enterarme de que Los Tigres del Norte son una ‘agrupación’ musical constituida por cinco caballeros de bigotito, vestidos de azul rey con florecitas, originarios del norte de México donde —todo parece indicarlo— abunda el tigre”.
Más allá de reducir al mayor grupo que ha tenido la música norteña mexicana a una categoría caricaturesca, se demostró que en México no se había borrado del todo la percepción que se tenía sobre esta cultura desde la primera mitad del siglo XX, cuando los conjuntos norteños eran considerados música de pobres o de tájuaros.
En el resto del mundo, sin embargo, el reconocimiento fue puntual. En 1974, cuando Los Tigres del Norte despegaron a la fama con su tema Contrabando y traición, la prensa estadounidense no tardó en llamarlos “los héroes de la clase obrera”, en referencia a toda la comunidad migrante que escuchaba sus canciones.
“Hemos estado ligados con ellos desde el inicio de nuestra carrera. Hemos sido parte de esta comunidad por muchos años. Seguimos cantando las historias que ellos viven, somos el grupo de la raza obrera, trabajadora que ha tenido esa fuerza para viajar a otros países y rifarse la vida para poder realizar el sueño que muchos hemos logrado”, dice en entrevista Jorge Hernández, vocalista y acordeonista de esta agrupación sinaloense a propósito del estreno de su documental, Los Tigres del Norte: Historias que contar.
El documental, dirigido por Carlos Pérez Osorio (Las crónicas del taco, Las tres muertes de Marisela Escobedo), realizado por Amazon Studios y disponible a partir del 17 de junio, cuenta la historia de los cinco niños que, gracias al trinar de los jilgueros, los cenzontles y las palomas, entendieron la musicalidad como una parte casi natural del mundo.
La historia de Los Tigres del Norte comienza como casi todos los relatos del mexicano promedio que creció fuera de las grandes ciudades después del fin del llamado Milagro Mexicano, la promesa bajo la cual supuestamente México se convertiría en una potencia económica por su cercanía con Estados Unidos.
En el pueblo de Rosa Morada, en Sinaloa, la infancia prácticamente no existía. Los niños debían trabajar de sol a sombra en los campos tomateros de Culiacán o en otros cultivos. “En el rancho no hubo mucha niñez, no existían los juguetes. Y si existían, no había con qué comprarlos. Eso es lo que lo hace un ser humano: sabemos un poquito de todo, sabemos lo que verdaderamente es la pobreza”, cuenta Jorge.
Durante los primeros años de su juventud y gracias a los conocimientos musicales aprendidos de un familiar cercano, los hermanos Jorge, Hernán, Eduardo y Luis Hernández, junto con su primo Ángel Lara, emprendieron la búsqueda del sueño americano de forma irregular.
“La situación para pasar la frontera debe ser la misma o incluso más difícil que antes, pero la comunicación con los tuyos ya es más fácil, ahora los puedes ver en un teléfono. Encontrar trabajo también es más fácil, antes sólo había oportunidad en el campo, ahora hay otros espacios de trabajo. De repente nos quejamos de este país, pero también nos da la oportunidad de apoyar a los nuestros y estudiar. Cuando llegamos a Estados Unidos, en el 68, yo era menor de edad e iba a la escuela de adultos. Nunca hay que olvidar de dónde llegamos, a qué llegamos y a qué nos dedicamos”, comenta Hernán.
Se desmarcan del narco
En la década de 1970, el narcotráfico era una actividad de bajo perfil, cuyos líderes no eran los grandes capos mediáticos de las series televisivas y los noticiarios. En Mocorito —municipio al cual pertenece Rosa Morada— los niños rayaban los capullos de la amapola por cinco pesos diarios, mientras que otros recogían el líquido o la goma que salía de esas rayas.
En Estados Unidos, mientras tanto, el presidente Richard Nixon creó la Administración de Control de Drogas (DEA), agencia a través de la cual el país norteamericano iría moldeando e identificando a los cárteles de la droga como el gran enemigo público del pueblo estadounidense.
Al mismo tiempo, Los Tigres del Norte tomaron el corrido como su género predilecto para contar las historias de las clases más desprotegidas de México, que debían migrar a la Unión Americana por un sistema económico mexicano que los excluía del progreso.
Con los años, el grupo se identificó con la represión de los luchadores sociales, con la discriminación racial de la comunidad latina, con los cárteles de la droga y con las historias de amor casi siempre atravesadas por algún infortunio social.
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Sin embargo, hoy Los Tigres del Norte niegan que dos de sus grandes éxitos —Contrabando y traición(1974) y Jefe de jefes (1997)— tengan algo que ver con temas relacionados con el narcotráfico.
“En ninguna de las dos canciones se trata el tema del narcotráfico como tal. El primero es un tema de amor y es ahí donde comienza esta historia que la mayoría de la gente la ve como una canción de narcotráfico. Jefe de jefes, por su parte, es un tema que para nada menciona la droga y que se crea con la idea de decirle a la gente que todo mundo podemos ser un jefe de jefes sin importar a lo que te dediques. Pero cada quien adopta o se apropia de él de la manera que quiere. El grupo, al final, ha ido evolucionando conforme a la sociedad y sus expresiones y todo tipo de problemas, no sólo el narcotráfico”, afirma Luis.
Y es que escuchar a Los Tigres del Norte es escuchar una historia que no deja de repetirse: la del mexicano que lucha por hacerse un lugar en el mundo con apenas poco más que su fortaleza trabajadora. La del mexicano que quiere avanzar por y pese a su país. Porque como dice su canción: “Quiero recordarle al gringo: yo no cruce la frontera, la frontera me cruzó”.