Elizabeth C. Morrow y su esposo, el embajador estadunidense Dwight W. Morrow -quien pagó de su bolsa los murales de Diego Rivera en el Palacio de Cortés-, en el año 1927 construyeron una casa en Cuernavaca a la que llamaron “Casa Mañana”, pues cuando preguntaban sobre la terminación de algún trabajo, la respuesta era siempre la misma: “Mañana”. Hoy en día es el restorán “La India Bonita”.
El famoso piloto Charles A. Lindbergh voló de Washington a la ciudad de México y conoció a la hija de los Morrow, y tanto lo entusiasmó que después voló a Cuernavaca para visitarla –aterrizando en la Loma del Carril–. Se casaron en 1929.
Así escribía la embajadora: “Nuestra calle en Cuernavaca comienza en una iglesia color de rosa [Tepetates] y termina en una puesta de sol también color de rosa, sobre una montaña, al otro lado de la barranca que rodea la ciudad. Hay algo casi teatral en la perfección de esos árboles verde obscuro que flanquean la torre color de rosa".
"Esta vista es nuestro tesoro, una joya engarzada al final de una larga hilera de casas pequeñas. La vista continúa tras la construcción rosácea, hasta un fondo de montañas violetas y volcanes nevados y tiene uno la seguridad de que ésta es la única calle en México donde debe uno vivir”.
“En el mercado, por unos cuantos centavos, había hermosos platos decorados con frutas, pájaros y flores de colores brillantes; hay jarrones con guirnaldas verdes en torno, platones con paisajes fantásticos y siempre platos con leyendas sentimentales. Nunca pude resistir un jarro que dijera ‘Luz de mis ojos’ o ‘Adiosito querida Lolita”.
“Todas las mujeres llevan el rebozo, el chal nativo, alrededor de sus hombros. Este resistente chal sirve, igual de bien, como canasta de mercado, portabebé y bolsa. Usualmente lleva a un bebé dentro, pero la madre india tiene suerte si lleva solamente una carga a su espalda. Una mujer realmente capaz, balancea a un niño, un atado de leña, una gallina, un ramo de flores y hasta un pequeño cerdito sobre sus hombros”.
“En Cuernavaca se fabrican unas sillas con el asiento de palma tejido y el respaldo de madera pintada, las cuales son bonitas y baratas, así es que le pedí al fabricante que me hiciera una docena. No pareció muy contento con el pedido, se quedó callado y finalmente refunfuñó:
‘Bueno, si tengo que hacer tantas sillas debo cobrarle más por cada una’. –‘¿Más?’, le pregunté, ‘en mi país se hace una rebaja si se encarga una docena. ¿Por qué más?’. –‘La señora pregunta por qué, pues porque es muy aburrido hacer doce sillas iguales".
“Éste es un ejemplo perfecto de la actitud del artesano y trabajador mexicano hacia todo lo que hace. Es la antítesis de nuestro sentimiento de producción en masa, el cual despreciaría si pudiera entenderlo. Él ama el jarro, el juguete, el sarape que sostiene en sus manos, no se apresura a terminarlo y siempre le dará un toque, algo de sí mismo. Esto constituye el encanto y la desesperación de amueblar una casa en México.”
“El último día que estuvimos en Cuernavaca hicimos una pequeña fiesta y regalamos juguetes a los niños de nuestra calle. Nuestros exploradores extraoficiales nos dijeron que había alrededor de treinta niños y niñas en el vecindario; compramos cien juguetes y vinieron más de ciento cincuenta niños, además de tías, mamás y acompañantes. Pequeñas Rosarios, Guadalupes, Carmencitas, Auroras y Esperanzas, con Fernandos, Migueles, Salvadores, Jaimes, y muchos Jesuses, desfilaron a nuestro primer patio y llenaron completamente el corredor grande. Los regalos estaban sobre la mesa del comedor y mi esposo y yo los dábamos tan rápido como podíamos, los niños vibraban de emoción, pero ninguno se empujaba, ni aun cuando se vio claro que los juguetes no alcanzarían para todos”.