Esperanza regresó con mucha emoción a visitar su antigua plaza un sábado por la mañana y se detuvo justamente en el centro de aquel lugar. La notó diferente de alguna manera, sin embargo, reconoció de inmediato las lozas de color rosáceo, antes pulido con las ruedas de sus viejos patines metálicos que usaban una llavecita y las llantas de las bicicletas que rodaban diariamente durante las bulliciosas carreras de la infancia de los niños que ahí crecieron. Una niñez llena de sueños en la que la realidad y la fantasía de las caricaturas se mezclaban diariamente. Algunas de esas caricaturas mostraban avances inimaginables, como hablar por teléfono en una pantalla, ir a la escuela en autos voladores. En fin, la tecnología resolvería todos los problemas existentes. Para ella, como para todos los de su generación, el futuro era verdaderamente prometedor, sólo habría que ir a la escuela a escuchar con atención, aprender todo lo que ahí se enseñaba y obedecer a los mayores a ojos cerrados.
En medio de sus pensamientos, Esperanza alzó extasiada la mirada al escampado cielo que lucía, como pocas veces, un hermoso y nítido tono celeste y respiró profundamente. Le resultaba increíble pensar que era el mismo cielo que ella había visto en otras ocasiones pero también con diferentes tonos, en épocas diferentes; muchas veces llorando suplicante con nubes sanguinolentas. Lo había visto también gris y sin sentido. Lo había visto de luto y ese día, paradójicamente, lo vio radiante de nuevo.
Ahí en la plaza se encuentra todavía el mástil que iza la hermosa bandera mexicana. Ese día de su visita, extrañamente los tres colores del lábaro patrio no mostraban emoción alguna cuando ondeaban en lo alto. Parecía ser sólo la inercia del viento que movía los lienzos con desgano porque la bandera misma no sabía hacia adonde ondear, ni para quién hacerlo; tal vez se sentía indiferente, cansada de tanto movimiento innecesario que a nadie importaba o tal vez se sentía realmente defraudada de sus gobernantes y su propio pueblo.
De costado está el largo edificio, uno de los más importantes que circundan a la plaza. Siempre tan bien plantado, ahí, para contar lo que ha visto a través de su historia. Ella y el edificio se miran con nostalgia y él le muestra imperturbable sus heridas, sus antiguas terrazas alongadas y sus nuevas ventanas que tuvieron que ser cambiadas en los últimos 30 años. Ella lo contempla agradecida con la emoción de una hija que regresa a casa después de tantos años y respira profundamente. Los sonidos atrapados en esa plaza no tardan en aparecer uno a uno: La canción de aquella chica que sostenía varios globos y que soltó al final de su acto, el silbato del globero que aprovechaba la ocasión para vender otros globos a los niños, las danzas autóctonas de cada domingo en el portal de la iglesia , los gritos de los niños que corrían felices por toda la plaza, los gritos de angustia, los gritos de terror escalofriante. Ahí está todavía contenido el pasar del tiempo cotidiano;el pasar del tiempo sin tiempo, a veces sereno, a veces feliz y a veces atroz, como el de aquella tarde que ella nunca olvidará y ahora recuerda nuevamente:
“Estamos a 10 días de inauguración de las Olimpiadas. Los estudiantes luchan por lo que creen que es justo, exactamente por las mismas demandas libertarias y de democratización que piden los jóvenes en varias partes del mundo. Quieren emanciparse contra la represión y la antidemocracia. La sociedad se encuentra en un especie de estado de sitio que se ha detenido en el tiempo y no avanza hacia ningún lado. Los estudiantes se rebelan pero los han criminalizado argumentando que son unos delincuentes. Es de tarde, alrededor de las 6 y ya han comenzado las protestas.
Me asomo por la rendija de una de las ventanas y observo el momento preciso en el que el orden cronológico de la historia se fusiona. El tiempo pasado se introdujo necesariamente al tiempo presente de manera insólita. Todos los fantasmas de la conquista resurgieron de inmediato para recordarnos la recurrencia de las atrocidades humanas en nombre del poder y la intolerancia.
En la plaza, varios contingentes de estudiantes llegan en filas mostrando con sus manos la V de la victoria. Otros grupo de hombres usan un pañuelo blanco envuelto en la mano y se organizan para rodear a este grupo estudiantil que llena la plaza poco a poco. Nadie sabe su verdadero propósito. Los vecinos de diferentes edificios salen a buscar a sus hijos en los parques, en las escuelas, en las tienditas… regresan a sus casas y cierran con doble cerrojo puertas y ventanas.
Afuera de los departamentos se escuchan fuertes tronidos, algo así como los cerillos mágicos. Los niños se asoman curiosos a la ventana para ver lo que está sucediendo. Minutos después, la explosión es más estruendosa. Unos helicópteros de color verde revolotean como pájaros que acechan a sus presas muy cerca de los edificios. Es el caos nunca antes visto por los andadores del lugar. La piel se eriza.
Al mismo tiempo, el grupo de hombres, mujeres, niños, niñas y gente anciana que están ataviados de manta blanca y penachos con plumas y piedras semipreciosas, lanzan flechas y todo tipo proyectiles a los hombres barbados y extraños que tienen dos cabezas y un solo cuerpo. Los hombres barbados atropellan a todo galope y sin piedad a esa gente de largas cabelleras azabache, sus dioses están siendo derribados de manera avasalladora. No se entiende lo que sucede.
Tan tantantan, se oyen apoteósicos tambores que tocan la danza de la guerra. Una luz bengala de color verde aparece en el cielo y los hombres del pañuelo blanco comienzan a disparar. Los soldados con armas en las manos entran corriendo a la plaza. Todos los seres ahí reunidos, del presente y en el pasado, escapan despavoridos en sus propias dimensiones buscando donde refugiarse de la excesiva violencia que se ha desatado. Los estudiantes corren a las puertas de los edificios aledaños suplicando también refugio. “Abran, somos estudiantes” Gritan aterrados. Poca gente los ayuda y otros los ignoran ante el temor a las represalias de los granaderos que ya han entrado de manera brutal a algunos de los departamentos. El jardín de Santiago también está rodeado por los soldados, las fuentes de la plaza están apagadas y las puertas de la iglesia no se abren. Nunca se abrieron. El ruido de los disparos proviene de todos lados, no cesa. Mucha gente ha quedado tirada en el gran Teocalli, irónicamente es el lugar que siempre ha estado prohibido pisar para los que aquí vivimos.
La reina de la noche fue la profanación y no se ausentó hasta entrada la madrugada cuando la lluvia comenzó a lavar algo de la sangre derramada. Al día siguiente en los diarios no aparecieron las verdaderas estadísticas manchadas de sangre y desprecio, sólo números indiferentes que “contabilizaban” a los “pocos” muertos esa tarde-noche.”
Esperanza recuerda todos estos acontecimientos con profundo dolor mientras sigue parada en medio de la plaza. De repente escucha el sonido del caracol de los concheros que la sacan de sus recuerdos. Ellos están por comenzar la danza para celebrar las fiestas patronales. Esos sonidos ancestrales han sobrevivido a pesar de querer exterminarlos por paganos en la época de la colonización. Esperanza no logra entender la ironía de rezar con vehemencia al mismo Santo a quien rezaban los españoles para poder exterminar a los propios indígenas, hay muchas cosas que no entiende todavía. Suenan los ayoyotes dulcemente a cada paso mientras con el sahumerio purifican su círculo que los mantiene en armonía con el universo en un ejercicio de sincretismo religioso. Saludan a los cuatro puntos cardinales y el sonar del caracol y de los teponaztles se hace más intenso y retumba intensamente en el corazón de los espectadores. “Tal vez así resonaron alguna vez hasta el cerro del Tepeyac al grito de ¡Mexica Tiahui!”. –piensa para sus adentros.
Terminada la danza. Esperanza continúa su recorrido y se dirige a la esquina del edificio donde, sin saberlo, se encuentra un puesto de periódicos. Ahí lee en un encabezado que dice: “El Estado acaba de reconocer que la Matanza del 68 fue en realidad un -Crimen de Estado-. La cara de Esperanza cambia por completo. “50 años han tenido que pasar para –resarcir- el daño ocurrido el 2 de octubre en esta hermosa e histórica Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. –Se dice así misma emocionada. Ella sabe que hay todavía mucho más que reflexionar acerca de la historia de su país y la del mundo entero.
Por lo pronto, el viento comenzó a soplar un poco más y parecía que la bandera extendía sus lienzos emocionada como, según dicen aquí, hace mucho no lo hacía.
El 2 de octubre, no se olvida.