/ martes 24 de noviembre de 2020

Todo por el asesinato brutal de las Mirabal

Aquí estamos como cada 25 de noviembre. Estamos congregadas, recluidas, relegadas, asustadas, confrontadas, fastidiadas y condenadas a vivir con violencia. A pesar del paso de los años, décadas y gobiernos. Aquí seguimos alzando la voz. Una voz que es silenciada con represión.

Todo comenzó en República Dominicana en el año de 1960, con el asesinato de las tres hermanas Mirabal, marco sobre el cual se cimentó el Día de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, una fecha que es solo un espejismo puro contemporáneo.

Es una lucha que lleva años en el tintero. Administraciones llegan, establecen sus buenas intenciones disfrazadas de políticas públicas salpicadas de la tan buscada equidad, pero son solo actos de simulación.

Esa simulación que a las féminas nos devora cada día que pasa. En la casa, en el trabajo, en el transporte, en la escuela, en las calles o en cualquier otro espacio público somos acechadas por una incomprensión plagada de agresión.

Somos tratadas como objetos sexuales, serviles, complacientes. Desean que sigamos siendo sumisas, calladas, aplastadas y que nuestros pensamientos se esfumen como humo que brota de las cenizas del cuerpo de Lucía, que fue quemada por su expareja. O por Claudia que sufrió de golpes en todo su cuerpo por haberse negado a tener relaciones sexuales con su marido.

Y si hablamos del ámbito laboral, ahí somos colocadas como un mero objeto decorativo de la oficina. Porque es impensable que una mujer pueda liderar o llevar al éxito a un grupo de personas.

El acoso se manifiesta a flor de piel. La condicionante propia: sí quieres ascender debes entregar una dádiva carnal porque no existe otro medio a través del cual puedas escalar.

En la casa, ahí somos vistas como sirvientas absolutas de tiempo completo. En ocasiones ni siquiera tenemos derecho a opinar, porque nuestras expresiones son consideradas como absurdas.

En la calle, veo a mujeres trabajando con hijos cargando en su regazo. Mujeres indígenas que vienen de otras entidades para sacar adelante a una familia.

En las comunidades originarias se encuentra otro grupo especial de mujeres, esas que son alejadas del consumismo y capitalismo, aquellas que tratan de sobrevivir entre la pobreza, la carencia de mejores oportunidades de vida. Niñas de escasos 10 o 12 años que son obligadas a contraer matrimonios fallidos.

Los rostros de la violencia

A lo largo de estos años de vida he recolectado tantas historias de féminas, que con profunda tristeza confieso que cada una de ellas están plagadas en un contexto de algún tipo de violencia: golpes infligidos por una pareja íntima, asesinato por causa de la dote, mutilación genital, abuso sexual, daño psicológico, económico, cultural entre otros más.

Y así cada día, cada semana, cada año hay un nuevo asesinato con rostro femenino…

Con apenas 26 años, Flor Noemí Rodríguez Trujillo, salió de casa sin imaginar que ya no brindaría con sidra la víspera de la navidad.

En diciembre de 2004, su cuerpo fue encontrado sin vida a la orilla de la autopista México- Cuernavaca. Y en el informe oficial del Servicio Médico Forense se determinó que su muerte había sido accidental.

Aunque los indicios revelan que fue asesinada a manos de su expareja sentimental, de acuerdo a las declaraciones de los familiares de la joven, Flor Noemí, desapareció en compañía de este sujeto, a quien también –los propios testigos- lo señalaron como presunto sospechoso, debido al maltrato al que estuvo sometida.

En septiembre de 2005. En uno de los hogares del municipio de Puente de Ixtla, Morelos; Juana Mota Batalla, de 28 años, era brutalmente golpeada por su esposo.

Su hijo, al ver tal atrocidad con la que su progenitor doblegaba a su madre, corrió con la vecina para pedir ayuda.

Cuando la vecina reportó el incidente en los números de emergencia, le respondieron que “ese era un problema de parejas”.

Horas más tarde, Juana había desaparecido de su vivienda.

Finalmente, ambas muertes quedaron impunes. Las investigaciones se archivaron y las autoridades estatales calificaron la muerte de Flor Noemí y de Juana Mota como accidentales.

La violencia en sus múltiples formas se ha ido apoderando de las vidas de muchas niñas y mujeres morelenses. Lo que provocó que simples síntomas, hoy sean un cáncer difícil de aniquilar.

Hay avances en materia jurídica contra la violencia de género y feminicidio, pero uno de los problemas que se mantiene es la impunidad. Equiparado con la simulación del Estado que aparenta elaborar políticas públicas, sin embargo, no se está haciendo cargo de las desigualdades de género existentes, y eso está reflejado en cada sector de la vida social.

Y mientras, aquí seguimos, asimilando que quizás faltan muchas generaciones más para que nosotras podamos decir que ya vivimos en un mundo con equidad.

Aquí estamos como cada 25 de noviembre. Estamos congregadas, recluidas, relegadas, asustadas, confrontadas, fastidiadas y condenadas a vivir con violencia. A pesar del paso de los años, décadas y gobiernos. Aquí seguimos alzando la voz. Una voz que es silenciada con represión.

Todo comenzó en República Dominicana en el año de 1960, con el asesinato de las tres hermanas Mirabal, marco sobre el cual se cimentó el Día de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, una fecha que es solo un espejismo puro contemporáneo.

Es una lucha que lleva años en el tintero. Administraciones llegan, establecen sus buenas intenciones disfrazadas de políticas públicas salpicadas de la tan buscada equidad, pero son solo actos de simulación.

Esa simulación que a las féminas nos devora cada día que pasa. En la casa, en el trabajo, en el transporte, en la escuela, en las calles o en cualquier otro espacio público somos acechadas por una incomprensión plagada de agresión.

Somos tratadas como objetos sexuales, serviles, complacientes. Desean que sigamos siendo sumisas, calladas, aplastadas y que nuestros pensamientos se esfumen como humo que brota de las cenizas del cuerpo de Lucía, que fue quemada por su expareja. O por Claudia que sufrió de golpes en todo su cuerpo por haberse negado a tener relaciones sexuales con su marido.

Y si hablamos del ámbito laboral, ahí somos colocadas como un mero objeto decorativo de la oficina. Porque es impensable que una mujer pueda liderar o llevar al éxito a un grupo de personas.

El acoso se manifiesta a flor de piel. La condicionante propia: sí quieres ascender debes entregar una dádiva carnal porque no existe otro medio a través del cual puedas escalar.

En la casa, ahí somos vistas como sirvientas absolutas de tiempo completo. En ocasiones ni siquiera tenemos derecho a opinar, porque nuestras expresiones son consideradas como absurdas.

En la calle, veo a mujeres trabajando con hijos cargando en su regazo. Mujeres indígenas que vienen de otras entidades para sacar adelante a una familia.

En las comunidades originarias se encuentra otro grupo especial de mujeres, esas que son alejadas del consumismo y capitalismo, aquellas que tratan de sobrevivir entre la pobreza, la carencia de mejores oportunidades de vida. Niñas de escasos 10 o 12 años que son obligadas a contraer matrimonios fallidos.

Los rostros de la violencia

A lo largo de estos años de vida he recolectado tantas historias de féminas, que con profunda tristeza confieso que cada una de ellas están plagadas en un contexto de algún tipo de violencia: golpes infligidos por una pareja íntima, asesinato por causa de la dote, mutilación genital, abuso sexual, daño psicológico, económico, cultural entre otros más.

Y así cada día, cada semana, cada año hay un nuevo asesinato con rostro femenino…

Con apenas 26 años, Flor Noemí Rodríguez Trujillo, salió de casa sin imaginar que ya no brindaría con sidra la víspera de la navidad.

En diciembre de 2004, su cuerpo fue encontrado sin vida a la orilla de la autopista México- Cuernavaca. Y en el informe oficial del Servicio Médico Forense se determinó que su muerte había sido accidental.

Aunque los indicios revelan que fue asesinada a manos de su expareja sentimental, de acuerdo a las declaraciones de los familiares de la joven, Flor Noemí, desapareció en compañía de este sujeto, a quien también –los propios testigos- lo señalaron como presunto sospechoso, debido al maltrato al que estuvo sometida.

En septiembre de 2005. En uno de los hogares del municipio de Puente de Ixtla, Morelos; Juana Mota Batalla, de 28 años, era brutalmente golpeada por su esposo.

Su hijo, al ver tal atrocidad con la que su progenitor doblegaba a su madre, corrió con la vecina para pedir ayuda.

Cuando la vecina reportó el incidente en los números de emergencia, le respondieron que “ese era un problema de parejas”.

Horas más tarde, Juana había desaparecido de su vivienda.

Finalmente, ambas muertes quedaron impunes. Las investigaciones se archivaron y las autoridades estatales calificaron la muerte de Flor Noemí y de Juana Mota como accidentales.

La violencia en sus múltiples formas se ha ido apoderando de las vidas de muchas niñas y mujeres morelenses. Lo que provocó que simples síntomas, hoy sean un cáncer difícil de aniquilar.

Hay avances en materia jurídica contra la violencia de género y feminicidio, pero uno de los problemas que se mantiene es la impunidad. Equiparado con la simulación del Estado que aparenta elaborar políticas públicas, sin embargo, no se está haciendo cargo de las desigualdades de género existentes, y eso está reflejado en cada sector de la vida social.

Y mientras, aquí seguimos, asimilando que quizás faltan muchas generaciones más para que nosotras podamos decir que ya vivimos en un mundo con equidad.

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