Luis Cernuda, poeta español (1902-1963), a los 23 años se tituló de abogado y después olvidaría esa carrera para dedicarse a la literatura. En 1936 se enroló en el ejército de la República Española. Ante la derrota, se exilió en Inglaterra. De ahí viajó a Estados Unidos y en 1951 llegó a México. Aquí fue maestro en la UNAM. En este libro suyo, Variaciones sobre tema mexicano, encontramos un breve texto titulado “Un Jardín” que, sin duda, se refiere al cuernavacense Jardín Borda, aunque el autor no lo dice. La nostalgia prevalece en estas líneas y en este sitio creado a finales del siglo XVIII por el hijo de un minero y por el cual deambularían, al paso del tiempo, Maximiliano y Carlota y luego huéspedes del hotel en que se convirtió:
“Al cruzar el cancel, aun antes de cruzarlo, desde la entrada al patio, ya sientes ese brinco, ese trémolo de la sangre, que te advierte de una simpatía que nace. Otra vez un rincón. ¿En cuántos lugares, por extraños que algunos fueran para ti, no has hallado ese rincón donde te sentías vivo en lo que es tuyo? ¿Tuyo? Bueno. Di: en lo que es de tu casta, y no tanto por paisanaje, aunque lo que de tierra nativa hay en ti entra por mucho en la afinidad instintiva, como por temperamento. Y este rincón es de los más hermosos que has visto.”
“No, no –te dices, contra tu misma posible objeción: en la predilección pronta no tiene parte el que éste es el rincón que ahora miras, y los otros a que puedes compararlo sólo son recuerdo. Aunque al primer golpe de vista, abarcando los terrados, las escalinatas, las glorietas del jardín, algo te trae a la memoria aquel otro cuya imagen llevas siempre en el fondo de tu alma. Pero es loco comparar: lo que existe plenamente, lo que está, es por eso único, y nada puede desalojarlo ni remplazarlo.”
“Flores no hay, o apenas, excepto esa buganvilia pomposa, cascada de espuma morada que cae a lo largo de una tapia. Los árboles, aunque robustos, parecen fatigados, envejecidos. En las sendas, el piso es desigual. Muchos peldaños están rotos. Las fuentes, secas. Por los paredones bostezan marcos vacíos, sin vidrieras ni postigos, abiertos a salas destechadas, en cuyo pavimento crece la hierba. Qué desolación. Y al mismo tiempo, qué encanto secreto viene de todo esto.”
“Porque la desolación no supone aquí abandono. Al contrario, todo indica manos cuidadosas que atienden, que reparan en lo posible, con medios escasos, los ultrajes del tiempo. De ahí el encanto peculiar de este jardín, como el de un cuerpo hermoso, en el cual se adivina que la voluntad quiere, si no luchar con el tiempo, aplacarlo, demolerlo. Si en alguna ocasión la idea de madurez excesiva te ha parecido menos triste, es aquí: en este lugar lo pasado, aunque en todo se deja sentir, sin quitarle gracia, le da hondura, lo penetra de sosiego.”
“Pasado y presente se reconcilian, se confunden, insidiosamente, para recrear un tiempo ya vivido, y no para ti, en el cual, al pasar bajo estas ramas, entras, respiras, te mueves, un poco inhábilmente, como quien va distraído, dejando que su pie caiga sobre las mismas huellas de alguien que le precediera por el mismo camino. Sentado al borde de la alberca, bajo los arcos, piensas como tuya una historia que no fue tuya.”
“Este aire que mueve las ramas es el mismo que otra vez, a esta hora, las moviera un día. Esta nostalgia no es tuya, sino de alguno que la sintió antaño en este sitio. Esta espera no eres tú quien la hace, sino otro que aquí esperó una tarde a la criatura deseada. Abandonado así a la influencia letal del paraje, de pronto te sobrecoge el miedo, la atracción de vivir, desear, expiar los actos de un ser ya muerto, de quedar perdido para siempre, como fantasma, en una intersección del tiempo.”
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