/ domingo 11 de marzo de 2018

Hojas de papel volando | Quién tuviera un aeroplano

Viajar en avión es una experiencia i-n-o-l-v-i-d-a-b-l-e. Es una cosa esplendorosa. Es respirar un oxigeno diferente y es mirar al mundo en azul: azul pintado de azul; es verlo desde arriba y es llegar a nuestro destino en un tris; en un ponme la mano aquí, Macorina.

Todo comienza desde que uno tiene que llamar al taxi que lo tiene que llevar al aeropuerto en horas criminales. Las cuatro de la mañana si se tiene que salir a las seis para llegar al mostrador de la línea aérea que te promete volar como entre algodones. Hay que llegar temprano y por lo tanto no tiene uno derecho a hacer gestos cuando el chofer del taxi nos dice que la cuota es de tanto más tanto y más tanto si quieres recibo. No importa aunque la cartera comience a sufrir los estragos. No importa. ¡Vamos a volar!

Y se llega a un mundo diferente, aséptico y lleno de luz y sonido. Ahí todo mundo pasa de aquí-para allá-totalmente aeropuerto; llevan una maleta con rueditas que es una monada y caminan con una especie de dejadez suprema, con un aire de dominio de la vida, del pasado y del futuro particular y mundial y llevan una mirada de “qué aburrido, siempre lo mismo” Y caminan como si trajeran zapatillas de ballet ellas y ellos como si fueran George Clooney en Up in the air.

La gran mayoría de esos mexicanos que fruta vendían viste a tono: totalmente aeropuerto, casual se dice. Llevan los mejores modelitos que compraron en Nueva York, en Paris, en Barcelona o en Suburbia. Holgados y con blusas o camisas que indican que “van como así, como todos los días” pero que no es “como todos los días” y de eso uno se tiene que dar cuenta, porque, ya se sabe, “uno se viste para que los demás se sientan a gusto con uno”… ejem.

Bueno, ya estamos en el aeropuerto. Ya estamos en la fila a la espera de que nos llame un amable y mecanizado empleado de la línea aérea para sonreírnos, guardar silencio en espera de que uno les diga de qué se trata el asunto, ver nuestra identificación y pedir nuestra clave de reservación para meterse en su máquina y decirnos que ya está: aquí está… el anhelado y esperado y soñado pase de abordar. Pero no. Queremos cambiar de lugar porque casualmente siempre te mandan a la goma, es decir, hasta la colita del avión que es la que más se mueve: “a ver a ver, a mover la colita….”

Con miedo, casi con terror les dice uno: “¿No tendrá un lugarcito más adelantito porque me gusta más en pasillito y es que doy mucha latita?” Levanta la mirada hacia uno, le mira fijamente con ojos de Bela Lugosi en Drácula y guardándose un “¡qué bien chinga!”, nos mira directo a la chamarra y nos dice: “¿Sabe usted lo que cuesta el cambio de asientoooo?”. “No… pero está bien así, gracias”. “Puerta 2 a las 5.15”… Gracias… Y con una sonrisa que es para uno pero que no es para uno porque ya mira al que sigue en la fila nos desea “Que tenga feliz viaje”…

Y luego la espera en la sala de espera. Y luego más viajantes con maletita rodante, con ropa a la que el aire le hace lo que el viento a su ropa y por ahí un cafecito caliente que sabe a mastique, pero que no hay de otra y la espera-la espera-la espera mientras todo es movimiento: todo es emoción: todo es imaginación y la pregunta íntima de a dónde irá esa muchachita que tiene un cuerpecito tal que parece que camina sentadita… Y uno como que no ve y se queda sentado en la inmensidad del mundo reducido a esa silla negra, con un libro en la mano que no se abre ni con el pétalo de un pase de abordar…

Llaman con un altavoz para avisar que hay que abordar. Ya hay retraso de veinte minutos pero no dicen ni pío de por qué. “Primero los señores de primera clase, los minusválidos y señoras con niños”: dice con firmeza el empleado con chaleco iluminado, de esos que se tienen que cargar con electricidad toda la noche para mantener su brillo natural.

Los de primera clase pasan y nos miran con una elegancia adormilada a los de atrás que somos los de las filas de descuento, a los que no volamos en asiento amplio, unos reclinables de piel fingida con un servicio chick, porque ellos son chick y les toca la azafata más chick del vuelo chick.

Luego siguen los del asiento tal a tal: los de la colita, que pasan a toda carrera, casi perdiendo el estilo aeropuerto. Luego los de tal a tal. Ahí va uno, corriendo para ganar espacio en los maleteros de arriba, como en el ADO, porque de lo contrario hay que poner la maleta a los pies, delante de uno.

Ya está uno en el asiento. De pronto llega el de al lado. Y la de más al lado. De inmediato se acomodan, se abrochan… en sus asientos y comienzan a leer su periódico –el que recogieron en la entrada del aeroplano- con total indiferencia: No existes-no existe-existo. Luego de un buen rato de espera –el retraso ya es de media hora y nadie dice pío- ¡Comienza a moverse el aeroplano!

Las guapas azafatas que saben karate y primeros auxilios comienzan a dar las explicaciones de seguridad. “¡No voltees a verlas, no seas naco, no ves que se va a notar que es la primera vez que viajas en avión?” le dice uno a otro. Bueno.

Y comienza el jaleo. Comienza el arranque. Suenan los motores. En silencio uno se encomienda al santo más querido. En silencio se hace el signo de la cruz y en silencio se pide que lleguemos con bien. Todo en silencio. No nos vayan a ver los demás, ¡qué vergüenza!

Todo en paz y armonía. Acaso alguna charla por allá lejos. ¿Por qué nunca le tocan las grandes charlas a uno? y viene la carrera interminable para el despegue: (¡chin! Que sí despegue-que sí despegue-que sí despegue… a ver si no se pega con la cola-colita-cola en el piso, al levantar….) Todo se mueve y uno busca con la mirada a las azafatas para ver que todo esté bien pero aquellas están aplastadas en sus lugares adelante y al final del avión. Sentaditas y calladitas porque son bonitas. ¡Por qué no están aquíiiii!

Ya levanta el avión. Se le mueve el esqueleto al aeroplano. Vamos hacia arriba mientras el indiferente dizque va leyendo su periódico pero vemos que no lo está leyendo porque por encima está mirando alrededor, con discreción… no se vaya a decir, pero se nota que no todo anda bien porque aprieta al periódico como si estuviera pariendo. Ya lo arrugó.

Otros dizque siguen durmiendo. ‘No pasa nada. No pasa nada. No pasará nada. Así soy yo. Porque tengo muchas horas de vuelo. No pasa nada…. ¡Que no pase nada!…’ Y ya, como que se estabiliza el asunto. Ya estamos arriba. Se presiente un suspiro de descanso. No se oye. ¿Cómo le hacía Lindbergh para no sentir los ascos?

De pronto ya aparecen las azafatas de nuevo. Caminan por el pasillo y miran a los pasajeros para ver si todavía estamos vivos o hemos desfallecido en el intento de ser astronautas. Todo bien. El que leía el periódico lo deja –inservible- en “el compartimiento de adelante” para dejarse dormir y sentirse en las nubes, como ido, como drogado como aquella de Spill the wine, take that girl… volando-volando.

Un largo rato después se comienza a mover el aeroplano. Se sacude. Se mueve. Se hace de un lado a otro. Las nubes de afuera son nuestras enemigas. Arriba-abajo-a los lados, como cuando metemos al vocho a 80 en una calle a lo Miguel Ángel Mancera. El dormido sigue dormido aunque tiene las manos echas rollito y está enterrando su uña gorda en el índice. Ya estiró los pies. La que estaba dormida desde el principio hace como que se despierta y se acomoda la cabellera totalmente clairol.

Uno se encomienda a todos los santos y recuerda al perrito de la casa, para intentar tranquilizarse. Nada. Todo se mueve. ¡No quiero café! ¡Ya no quiero café! ¡Sáquenme de aquí! –todo en silencio, por supuesto-. Las azafatas llevan sus carritos con los brebajes y uno busca su mirada para estar seguros de que todo está en orden, que bueno… así es esto de volar… “Quién tuviera un aeroplaaaaaaano…”

Luego de un rato nos anuncian que “Estamos a punto de aterrizar, favor de enderezar su asientos, ponerse el cinturón de seguridad, colocar la mesita de servicio en su lugar” y –eso no lo dice- “encomendarse a Dios”, porque el ingeniero Miguel Borge Martín, que es especialista en aeronaves, me dijo un día que el aterrizaje es la parte más difícil de un vuelo… chin… ya vamos a aterrizar.

Sale el tren de aterrizaje. Lo sentimos abajo… del avión. Un ruido mayor. Son las turbinas. La velocidad se siente más que antes. De pronto ya está ahí el aeropuerto. De pronto ya está ahí la pista. De pronto está a punto de tomar pista. De pronto algo pasa que se tarda mucho. De pronto ya va a tocar tierra. De pronto ¿porqué chingaos no toca tierra?

De pronto toca tierra y hay un brinco –click suena en mí. Es que es un vuelo click-. De pronto ya está en la pista y corre-corre-corre-corre-corre…. ¡cuándo chingaos va a parar? Y de pronto ya… ya… llegamos… si: soy yo, estoy aquí, estoy en la tierra… no pasa nada. No pasó nada. Me anda del baño.

En cuanto abren las puertas ya salimos todos, sonrientes, con mirada superaquilina, con mirada de alegría y tranquilidad, con la seguridad del vuelo diez mil; con la seguridad de mi ropa totalmente aeropuerto y mi libro… ¡Mi libro?... ¿Dónde quedó mi libro?


jhsantiago@prodigy.net.mx


Viajar en avión es una experiencia i-n-o-l-v-i-d-a-b-l-e. Es una cosa esplendorosa. Es respirar un oxigeno diferente y es mirar al mundo en azul: azul pintado de azul; es verlo desde arriba y es llegar a nuestro destino en un tris; en un ponme la mano aquí, Macorina.

Todo comienza desde que uno tiene que llamar al taxi que lo tiene que llevar al aeropuerto en horas criminales. Las cuatro de la mañana si se tiene que salir a las seis para llegar al mostrador de la línea aérea que te promete volar como entre algodones. Hay que llegar temprano y por lo tanto no tiene uno derecho a hacer gestos cuando el chofer del taxi nos dice que la cuota es de tanto más tanto y más tanto si quieres recibo. No importa aunque la cartera comience a sufrir los estragos. No importa. ¡Vamos a volar!

Y se llega a un mundo diferente, aséptico y lleno de luz y sonido. Ahí todo mundo pasa de aquí-para allá-totalmente aeropuerto; llevan una maleta con rueditas que es una monada y caminan con una especie de dejadez suprema, con un aire de dominio de la vida, del pasado y del futuro particular y mundial y llevan una mirada de “qué aburrido, siempre lo mismo” Y caminan como si trajeran zapatillas de ballet ellas y ellos como si fueran George Clooney en Up in the air.

La gran mayoría de esos mexicanos que fruta vendían viste a tono: totalmente aeropuerto, casual se dice. Llevan los mejores modelitos que compraron en Nueva York, en Paris, en Barcelona o en Suburbia. Holgados y con blusas o camisas que indican que “van como así, como todos los días” pero que no es “como todos los días” y de eso uno se tiene que dar cuenta, porque, ya se sabe, “uno se viste para que los demás se sientan a gusto con uno”… ejem.

Bueno, ya estamos en el aeropuerto. Ya estamos en la fila a la espera de que nos llame un amable y mecanizado empleado de la línea aérea para sonreírnos, guardar silencio en espera de que uno les diga de qué se trata el asunto, ver nuestra identificación y pedir nuestra clave de reservación para meterse en su máquina y decirnos que ya está: aquí está… el anhelado y esperado y soñado pase de abordar. Pero no. Queremos cambiar de lugar porque casualmente siempre te mandan a la goma, es decir, hasta la colita del avión que es la que más se mueve: “a ver a ver, a mover la colita….”

Con miedo, casi con terror les dice uno: “¿No tendrá un lugarcito más adelantito porque me gusta más en pasillito y es que doy mucha latita?” Levanta la mirada hacia uno, le mira fijamente con ojos de Bela Lugosi en Drácula y guardándose un “¡qué bien chinga!”, nos mira directo a la chamarra y nos dice: “¿Sabe usted lo que cuesta el cambio de asientoooo?”. “No… pero está bien así, gracias”. “Puerta 2 a las 5.15”… Gracias… Y con una sonrisa que es para uno pero que no es para uno porque ya mira al que sigue en la fila nos desea “Que tenga feliz viaje”…

Y luego la espera en la sala de espera. Y luego más viajantes con maletita rodante, con ropa a la que el aire le hace lo que el viento a su ropa y por ahí un cafecito caliente que sabe a mastique, pero que no hay de otra y la espera-la espera-la espera mientras todo es movimiento: todo es emoción: todo es imaginación y la pregunta íntima de a dónde irá esa muchachita que tiene un cuerpecito tal que parece que camina sentadita… Y uno como que no ve y se queda sentado en la inmensidad del mundo reducido a esa silla negra, con un libro en la mano que no se abre ni con el pétalo de un pase de abordar…

Llaman con un altavoz para avisar que hay que abordar. Ya hay retraso de veinte minutos pero no dicen ni pío de por qué. “Primero los señores de primera clase, los minusválidos y señoras con niños”: dice con firmeza el empleado con chaleco iluminado, de esos que se tienen que cargar con electricidad toda la noche para mantener su brillo natural.

Los de primera clase pasan y nos miran con una elegancia adormilada a los de atrás que somos los de las filas de descuento, a los que no volamos en asiento amplio, unos reclinables de piel fingida con un servicio chick, porque ellos son chick y les toca la azafata más chick del vuelo chick.

Luego siguen los del asiento tal a tal: los de la colita, que pasan a toda carrera, casi perdiendo el estilo aeropuerto. Luego los de tal a tal. Ahí va uno, corriendo para ganar espacio en los maleteros de arriba, como en el ADO, porque de lo contrario hay que poner la maleta a los pies, delante de uno.

Ya está uno en el asiento. De pronto llega el de al lado. Y la de más al lado. De inmediato se acomodan, se abrochan… en sus asientos y comienzan a leer su periódico –el que recogieron en la entrada del aeroplano- con total indiferencia: No existes-no existe-existo. Luego de un buen rato de espera –el retraso ya es de media hora y nadie dice pío- ¡Comienza a moverse el aeroplano!

Las guapas azafatas que saben karate y primeros auxilios comienzan a dar las explicaciones de seguridad. “¡No voltees a verlas, no seas naco, no ves que se va a notar que es la primera vez que viajas en avión?” le dice uno a otro. Bueno.

Y comienza el jaleo. Comienza el arranque. Suenan los motores. En silencio uno se encomienda al santo más querido. En silencio se hace el signo de la cruz y en silencio se pide que lleguemos con bien. Todo en silencio. No nos vayan a ver los demás, ¡qué vergüenza!

Todo en paz y armonía. Acaso alguna charla por allá lejos. ¿Por qué nunca le tocan las grandes charlas a uno? y viene la carrera interminable para el despegue: (¡chin! Que sí despegue-que sí despegue-que sí despegue… a ver si no se pega con la cola-colita-cola en el piso, al levantar….) Todo se mueve y uno busca con la mirada a las azafatas para ver que todo esté bien pero aquellas están aplastadas en sus lugares adelante y al final del avión. Sentaditas y calladitas porque son bonitas. ¡Por qué no están aquíiiii!

Ya levanta el avión. Se le mueve el esqueleto al aeroplano. Vamos hacia arriba mientras el indiferente dizque va leyendo su periódico pero vemos que no lo está leyendo porque por encima está mirando alrededor, con discreción… no se vaya a decir, pero se nota que no todo anda bien porque aprieta al periódico como si estuviera pariendo. Ya lo arrugó.

Otros dizque siguen durmiendo. ‘No pasa nada. No pasa nada. No pasará nada. Así soy yo. Porque tengo muchas horas de vuelo. No pasa nada…. ¡Que no pase nada!…’ Y ya, como que se estabiliza el asunto. Ya estamos arriba. Se presiente un suspiro de descanso. No se oye. ¿Cómo le hacía Lindbergh para no sentir los ascos?

De pronto ya aparecen las azafatas de nuevo. Caminan por el pasillo y miran a los pasajeros para ver si todavía estamos vivos o hemos desfallecido en el intento de ser astronautas. Todo bien. El que leía el periódico lo deja –inservible- en “el compartimiento de adelante” para dejarse dormir y sentirse en las nubes, como ido, como drogado como aquella de Spill the wine, take that girl… volando-volando.

Un largo rato después se comienza a mover el aeroplano. Se sacude. Se mueve. Se hace de un lado a otro. Las nubes de afuera son nuestras enemigas. Arriba-abajo-a los lados, como cuando metemos al vocho a 80 en una calle a lo Miguel Ángel Mancera. El dormido sigue dormido aunque tiene las manos echas rollito y está enterrando su uña gorda en el índice. Ya estiró los pies. La que estaba dormida desde el principio hace como que se despierta y se acomoda la cabellera totalmente clairol.

Uno se encomienda a todos los santos y recuerda al perrito de la casa, para intentar tranquilizarse. Nada. Todo se mueve. ¡No quiero café! ¡Ya no quiero café! ¡Sáquenme de aquí! –todo en silencio, por supuesto-. Las azafatas llevan sus carritos con los brebajes y uno busca su mirada para estar seguros de que todo está en orden, que bueno… así es esto de volar… “Quién tuviera un aeroplaaaaaaano…”

Luego de un rato nos anuncian que “Estamos a punto de aterrizar, favor de enderezar su asientos, ponerse el cinturón de seguridad, colocar la mesita de servicio en su lugar” y –eso no lo dice- “encomendarse a Dios”, porque el ingeniero Miguel Borge Martín, que es especialista en aeronaves, me dijo un día que el aterrizaje es la parte más difícil de un vuelo… chin… ya vamos a aterrizar.

Sale el tren de aterrizaje. Lo sentimos abajo… del avión. Un ruido mayor. Son las turbinas. La velocidad se siente más que antes. De pronto ya está ahí el aeropuerto. De pronto ya está ahí la pista. De pronto está a punto de tomar pista. De pronto algo pasa que se tarda mucho. De pronto ya va a tocar tierra. De pronto ¿porqué chingaos no toca tierra?

De pronto toca tierra y hay un brinco –click suena en mí. Es que es un vuelo click-. De pronto ya está en la pista y corre-corre-corre-corre-corre…. ¡cuándo chingaos va a parar? Y de pronto ya… ya… llegamos… si: soy yo, estoy aquí, estoy en la tierra… no pasa nada. No pasó nada. Me anda del baño.

En cuanto abren las puertas ya salimos todos, sonrientes, con mirada superaquilina, con mirada de alegría y tranquilidad, con la seguridad del vuelo diez mil; con la seguridad de mi ropa totalmente aeropuerto y mi libro… ¡Mi libro?... ¿Dónde quedó mi libro?


jhsantiago@prodigy.net.mx


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