Fertilidad

Mirar hacia adentro

Rodolfo Candelas | El Sol de Cuernavaca

  · martes 5 de mayo de 2020

Este es el tiempo del año en que los pájaros cubren el aire de trinos y las flores pintan de colores el suelo y las copas de los árboles, la vida, el crecimiento y la fertilidad nos rodean. Hace poco leía que hay dos opiniones encontradas sobre si habrá o no una explosión de nacimientos a nueve meses de la cuarentena. El pensar popular indica que sí, que por permanecer encerradas juntas las parejas, aunado a que no hay tanto que hacer y a la imposibilidad de salir a comprar contraceptivos, van a nacer muchos “niños de la pandemia”. Por otro lado, la opinión médica es que, por estar en muchos casos las parejas concentradas con sus hijos y demandarles estos mucho tiempo y energía, aunado a la suspensión de los tratamientos de fertilidad y el enorme estrés ante el COVID-19, no habrá tal crecimiento de alumbramientos sino al contrario, éstos decrecerán. Ya lo veremos. Todo esto me hizo pensar en una leyenda morelense, la de La Tepexinola, nombre que recibe un cerro ubicado en Amatlán, municipio de Tepoztlán, y que es un espacio de nuestro patrimonio biocultural dedicado a la fertilidad. Anteriormente, este cerro era conocido como Cihuatepetl, del nahua “cihua – mujer” y “tepetl- cerro”, y a sus pies se encontraba un templo prehispánico dedicado a la fertilidad. Este templo y su culto fueron sustituidos durante el Virreinato por la iglesia y culto a Santa María Magdalena. A pesar de ello, en la actualidad en las oquedades del cerro, después de recibir una limpia, las parejas que desean tener una hija o un hijo depositan allí unas ofrendas muy lindas. Si su deseo es una niña, dejan muñecas y trastecitos; si es niño, coches y herramientas. Va mi versión de esta leyenda por si gustan leerla con quienes compartan este necesario encierro:

Antes del alba, el guerrero nahua Popocatépetl partió, dadas las circunstancias, lo más velozmente que pudo. Llevaba en brazos a la hija y al nieto del Nevado de Toluca lo que hacía más lento su paso, pero dada su enorme corpulencia, que en toda Mesoamérica no tenía rival, partió confiado. Además, el enorme amor que sentía por ellos los hacía más ligeros.

Apenas asomaba el sol cuando el Nevado de Toluca, dándose cuenta de lo sucedido y sabiendo que no les podría dar alcance, montando en furia profirió una terrible maldición hacia su hija y nieto que escapaban: −Fruto de su abandono, todo su pasado desaparecerá, por lo que, si acaso vuelven la vista, en piedra se convertirán−. Montado en el viento, el hechizo los alcanzó y los hizo estremecer, pero continuaron su carrera pues no se confiaban de que lo único que hubiera enviado tras ellos fuera ese conjuro. A toda prisa atravesaron valles y montañas, cruzaron ríos y lagunas, se internaron en bosques y salieron de ellos. Tal era su velocidad que a lo lejos sus figuras se veían difusas y apenas se distinguía el polvo que levantaban del suelo.

Al atardecer, en las inmediaciones de Amatlán, en lo que hoy es el estado de Morelos, detuvieron su marcha para recuperar el aliento y el rebozo de la joven que se había caído en el camino. Popocatépetl se quedó a cargo del niño mientras ella deshacía con cuidado sus pasos. Al momento de tomar su prenda del suelo, el último rayo de luz del sol del día llamó su atención y volteó a mirarlo. El guerrero vio como el niño que cuidaba se transformó en piedra y entendiendo que lo mismo había acontecido a su amada, decidió ya no descansar allí y prosiguió su camino con enorme tristeza, dejando atrás dos nuevos cerros en el paisaje, uno con forma de niño y otro con forma de mujer mirando al poniente, conectados por un sendero de piedra que asemeja un reboso.

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