[Extranjeros en Morelos] Un pedazo del Edén que mandó construir Cortés

El psiquiatra cubano Regino G. Rodríguez Boti, de visita en México en 2004, recreó el viaje que hizo su abuelo a Morelos en 1950, con base en notas y conversaciones

José N. Iturriaga | Historiador

  · viernes 1 de septiembre de 2023

Instagram | @hdavistahermosa

“Por la carretera asistieron a la visión paradisíaca del imponente volcán Popocatépetl, con su casquete nevado a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar. Florentinita y Regino tomaron varias instantáneas desde la ventanilla del Ford y al pie de la carretera. Una de ellas recoge, en primer plano, algunas punzantes pencas de maguey, en el plano medio un raquítico campo de maíz y, creciendo sobre el horizonte, la bella mole del Popocatépetl coronada por un casquete de nieve. Unas débiles líneas eléctricas descienden en suave diagonal desde el cielo para armonizar el conjunto y dejar una discreta constancia de la obra humana en aquella vista del paraíso. Llegaron a Cuernavaca mucho antes que se pusiera el sol”.

“Tomás, después del silencio, les propuso hacer el almuerzo en un lugar llamado la Hacienda Vista Hermosa, que era una suerte de embajada del paraíso en la tierra, dijo. Aquel enclave de Dios se hallaba en el pueblo de Tequesquitengo. El chofer aseguró que la hora de recorrido se podía paliar gratamente con la contemplación agraciada y reconfortante de tanto paisaje bello durante el trayecto y con la estancia en la misma hacienda”.

“El acceso al lugar era a través de la calzada de palmas, un espectáculo regio en el que muchas palmeras, idénticas a las cubanas, permanecen erguidas, flanqueando la vía, como en una exquisita formación militar. Boti no pudo evitar el recuerdo vivo de su finca Palma San Juan, en Cuba”.

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“Llegaron a la recepción del lugar y el frío húmedo de los siglos fue como una bendición. Tomás ha acertado una vez más, si éste no es el paraíso, al menos tiene cierto parecido, comentó Regino antes que llegara un empleado vestido impolutamente.”

“Los olores mutaban y competían entre ellos, llegando frescos y nuevos unos, retirándose otros, alternando a veces. La secuencia olfativa se producía según el lugar que a pie iban recorriendo. En la segunda planta, en la suite imperial, olía a clavel y a lavanda; en la capilla, a cera, lienzo y musgo; en el salón La Troje, a chorizo y coñac; por el callejón Esperanza los olores eran a buganvilla, a paja y a tierra mojada; en el coladero olía a boñigas secas y a caspa de caballo; en la sala de descanso señoreaban, combinados, olores de almidón y rosas frescas; en el restaurante fueron invadidos por el olor a madera, a vino tinto y a pan recién horneado”.

“En la guía plegable que le entregaron a cada uno en la recepción, junto con un botón de sangre de Cristo, Cachum leyó que aquel pedazo del edén fue construido por Hernán Cortés durante la conquista de México, en pleno siglo XVI, a casi mil metros sobre el nivel del mar; que estaban más cerca de Cuernavaca que de la ciudad de México y que se encontraban rodeados por veinte acres de jardines tropicales con sus respectivas aves endémicas y exóticas. El almuerzo se deslizó suave, muy calmado, entre los boleros, sones jarochos y mariachis interpretados por las gargantas, el requinto, el arpa veracruzana y las guitarras de un cuarteto. Fue una tarde perfecta, rematada en una nueva noche de luces blancas y amarillas, incisivas y dulces, que les brindó una ciudad abierta en sus avenidas como para nunca olvidarla y siempre volver a ella”.





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