El político chileno Benjamín Vicuña Mackenna vino desterrado en 1853. Leamos de su diario: “Era la tarde de un domingo cuando nuestra comitiva penetraba por las feudales calles de Cuernavaca, la capital de Cortés. A la media luz del crepúsculo distinguíamos los alegres paseantes que recorrían las veredas o alguna reposada señora sentada en su balcón. La ciudad se conserva hoy día, tal cual debieron edificarla los rudos arquitectos de Cortés. La desigualdad del terreno ha hecho necesarios considerables terraplenes formados de piedra bruta, lo que da a cada casa la apariencia de una fortaleza”.
“Nos hospedamos en el hermoso hotel de las Diligencias, cuyo jardín, formado por el millonario Laborde (un francés que se había enriquecido a fines del siglo último) con el costo de 40 mil pesos, y en un sitio tan aparente y bajo un clima tan prolífico, era en su género una de las obras más hermosas que podían idearse. Me aseguraron que la empresa de las Diligencias había comprado posteriormente esta casa palacio en 6 mil pesos, pero es casi imposible creerlo”.
“Al día siguiente visitamos el convento de San Francisco [hoy la Catedral], el más antiguo de México, fundado por Cortés. Varios presidiarios, con el grillete al pie, se ocupaban en alguna obra del antiguo claustro. Visitamos después el palacio de Hernán Cortés, cuartel hoy de un desaliñado Regimiento de Dragones. El patio donde los soldados ensillaban sus caballos, era cerrado en el frente por un pórtico modesto de tres puertas. El edificio en ruinas estaba en el fondo; subimos acompañados de un sargento por una ancha escalera de piedra y recorrimos algunas piezas de bóveda. El edificio, formado de una sola ala, parecía estar dividido en dos departamentos, uno de los que debió servir al gran Conquistador de habitación y el otro de despacho público. Hacia la parte interior corría una galería desde la que obtuvimos la primera vista del majestuoso Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, cuyas formas menos atrevidas le hacían aparecer como consorte del rey de los volcanes de México, por esto los aztecas llamaban al último la Mujer Blanca”.
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“Comimos aquella tarde en la opípara mesa del hotel y en los postres conté más de media docena de frutas tropicales que me eran desconocidas, granadillas, zapotes, mangos, guayabas y otras, pero su demasiado dulce las hacía empalagosas. Tenía mi asiento al lado de un gachupín catalán que hablaba de los mexicanos con una indignación en que se traslucía el odio de las nacionalidades. ‘Aquí, me decía, la gente no quiere vivir sino de los empleos públicos, y empleos de oficina, porque la pereza no da fuerzas para más. Todos los empleos intelectuales y las artes están distribuidos entre los pocos extranjeros que existen en el país. La gran aspiración de los hombres de algún espíritu o talento es la carrera militar. Hay más de 200 generales y sólo los generales son ricos en el país’”.
“Alarmados positivamente con la eterna parlería de los ladrones, preferimos alquilar aquí buenos caballos, más bien que irnos en la diligencia que hacía sólo 8 días había sido asaltada por una partida de 5 ladrones. Estos habían puesto en fuga una escolta de 12 carabineros y sometido a contribución el bolsillo de 10 pasajeros. Compramos en una armería algunos viejos fusiles; uno de los Dragones (de los acuartelados en el palacio de Cortés) me vendió algunos paquetes de balas que sacó de su cartuchera, olvidándose de la Ordenanza y del calabozo por un par de reales; y en traje despejado de combate, nume-rados y rifados nuestros bridones, a las 2 de la mañana nos pusimos en marcha hacia la montaña, llevando nuestros revólveres a la cintura y los pesados fusiles al hombro”.
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