En la novela Areúsa en los conciertos (2001), de Angelina Muñiz-Huberman, francesa naturalizada mexicana, hay estas páginas morelenses:
“Areúsa se subió al coche y enfiló rumbo a Tepoztlán. Se instaló en la cabaña a medio construir y dejó que pasaran los días. Ni sonaba el teléfono ni ningún otro medio de comunicación la atosigaba. Simplemente se sentaba al sol y dejaba que sus perros, Laila y Alor, la rodearan con las mayores muestras de amor: que, de vez en vez, la miraran como sólo ellos sabían mirar, y que se acercaran a lamer sus manos”.
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“Caminaba por las faldas del Tepozteco y pensaba que algún día subiría a la cumbre, pero hasta ahora no lo había cumplido. Laila y Alor se le adelantaban en el sendero para regresar corriendo hacia ella y luego volver a adelantarse”.
“Ese casi silencio del campo (que siempre hay zumbidos, hojas que caen, ramas que crujen, quejas de animales, protestas de insectos) llenaba totalmente a Areúsa. Nada podía compararse a ese sentirse parte del tiempo sin medida. Si no pudiera escapar, como lo hace ahora, del tráfago citadino, creería enloquecer. Es indudable que su esteparismo se manifestaba de manera extrema y que su vida en soledad era tan intensa como lo había sido la gregaria”.
“Yulia se le había escapado sin su permiso: ella nunca hubiera permitido que muriese. Como si la muerte dependiera de Areúsa misma. Como si tuviera algún iluso poder sobre ella. Yulia era quien construía su cabaña, quien había dedicado horas a trazar los planos, a dividir el terreno amorosamente para que el jardín y una pileta central envolviesen con suavidad la breve habitación. Porque lo que importaba era mantener la naturaleza cerca, los árboles en su crecimiento desbordado, las espigas y los matorrales, las azaleas en su desorden, nunca recortadas ni forzadas, el derecho de los caracoles a marcar con su rastro deliberado toda hoja y toda senda, los pájaros cantores del amanecer y del anochecer, el brillo de la luna entre las ramas”.
“Todo lo había calculado Yulia: el centro era el exterior y la cabaña sólo sería el amable lugar del descanso. La calidez de la madera envolvería el cuerpo de Areúsa y la casa sería a la medida de ella, como un vestido que la protegiese de la lluvia, del frío, de la inclemencia. Porque si tendría algo la cabaña sería su calidad clemente, casi piadosa: un espacio sagrado”.
“Pero el sueño había quedado interrumpido con la muerte. Por lo que Areúsa nunca terminaría de construir la cabaña: su destino sería el de un trabajo a medio hacer: el trabajo del amor perdido”.
“Así que cuando Areúsa llegaba a Tepoztlán una buena parte de su quehacer era repasar la vida de Yulia, entre las maderas no acabadas de pulir y las oscuras vigas del techo”.
“Tepoztlán había sido el refugio de Yulia. Por eso no ha terminado de construir la cabaña. Es como un homenaje. Como una manera de no olvidar”.
“Areúsa ha terminado su caminata por las faldas del Tepozteco. La niebla empieza a descender hacia el pequeño valle y es hora de regresar. Poco a poco afianza sus pies en los declives peligrosos. No quisiera caer, como solía ocurrirle de niña en esos mismos parajes. Los perros están contentos del cambio de dirección. Corren a toda velocidad hacia la cabaña, pues saben que ha llegado a su fin el deambular”.
Escritora prolífica, Angelina es doctora en letras por la UNAM; Realizó estudios de posgrado en lenguas romances en la Universidad de Pensilvania.
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