El filósofo Sergio Toledo, oriundo de la Gran Canaria, profesor y traductor, participó en el libro colectivo México visto desde lejos, publicado en 2007, con su texto “Iluminaciones sobre la violencia”, relativo a un viaje que realizó a nuestro país en 1978-1979. Allí leemos una explicación acerca de su elección a favor de México para un viaje largo, que fue muy frecuente en otros extranjeros del siglo XX:
“Si me preguntan por qué elegí el país azteca y no Costa Rica o Venezuela sólo puedo aducir razones literarias. Había leído en La serpiente emplumada las andanzas mexicanas de David Herbert Lawrence. Había seguido con interés las peripecias de Antonin Artaud entre los tarahumara y sabía que durante la Segunda Guerra Mundial mi admirado André Breton había vivido en las cercanías del lago de Pátzcuaro. Y, sobre todo, una de mis novelas favoritas era Bajo el volcán y soñaba con seguir la errante sombra del cónsul por las calles de Cuernavaca, desde el Casino de la Selva hasta El Farolito”.
Varios aspectos de nuestro país impactaron a Toledo, entre ellos los contrastes socioeconómicos:
“En mi primer día en México tuve ocasión de sentirme chocado por la extrema pobreza de mucha gente, no sólo la de quienes te mendigan unos pesos, sino la que se detectaba en la ropa andrajosa, los huaraches deshechos o el olor corporal que aireaba a los cuatro vientos la falta de higiene. Miseria que se manifestaba también en las ocupaciones con que tantos se afanaban para lograr la supervivencia: legiones de vendedores ambulantes especializados en golosinas, objetos de aseo o de escritorio, que van sorteando a los potenciales clientes donde quiera que haya una aglomeración, a la vez que pregonan las excelencias de su mercancía; instrumentistas y cantantes, incluyendo todo tipo de discapacitados, carentes en su mayoría de sensibilidad musical; lanzallamas facinerosos —en sentido etimológico— y vertiginosos limpiacristales que pueblan las esquinas con semáforo”.
Así llegó Toledo a la capital morelense:
“En Coyoacán conectamos con un grupo de jóvenes aspirantes a actores que ya hacían sus pinitos en el circuito teatral capitalino y se empeñaron en que yo reunía magníficas condiciones para el teatro. Me tentó su oferta de integrarme en el taller de Santa Catarina. Casi sin darme cuenta, me pasé tres meses ensayando, improvisando y recibiendo clases de gente como Alejandro Aura y Juan José Gurrola. Estuvimos trabajando un texto de Bataille, El muerto, lo que me dio ocasión de conocer a Juan García Ponce y charlar sobre el erotismo y la transgresión. Yo era el único con formación filosófica en ese grupo de quince veinteañeros de clase media y tuve que explicarles el sentido de un texto que veían como la salvaje gamberrada de un pirado".
"Les debo, entre tantas cosas, haber conocido Cuernavaca. Por mimetismo me dejé convencer para madrugar un día e ir allí a recibir una clase de taichi de un afamado maestro. Como nunca me había seducido el orientalismo de importación, a los cinco minutos me escapé y quise encontrar, en vano, la casa donde había vivido Malcolm Lowry. Más interesante era la actividad de los jueves por la noche. Nos reuníamos en casa de Luis Mandoki para jugar al poker. Cada vez me enseñaban alguna variedad que yo no conocía, pero siempre acababa entre los ganadores y nunca entre los desplumados. Empezaron a sospechar que yo era el clásico tahur que los timaba haciéndose el inocente y nunca logré convencerlos del todo de que me favorecía la suerte del novato”.