/ viernes 30 de agosto de 2024

[Extranjeros en Morelos] La residencia de los Habsburgo alejada del mundanal ruido

En esta primera entrega leemos fragmentos del libro La emperatriz Carlota de México, del novelista checo Norbert Fryd

El novelista, dramaturgo y guionista checo Norbert Fryd (1913-1976), abogado y doctor en Literatura, fue asimismo periodista y diplomático.

De origen judío, en los años treinta participó en Praga en movimientos de izquierda y, ya durante la segunda Guerra Mundial, el nazismo lo recluyó en un campo de concentración; él logró huir, pero su familia murió allí.

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En la posguerra fue funcionario del Partido Comunista de su país. Fue enviado como agregado cultural a México, de 1947 a 1951. Se enamoró de nuestra patria, cantaba en español tocando la guitarra y escribió cinco libros de tema mexicano, entre ellos una Antología de la gráfica mexicana y dos novelas: La jungla (sobre la selva lacandona) y La emperatriz Carlota de México, publicada en 1972, en checo. Este último trataremos aquí.

Con esta novela ganó el premio de la Sociedad de Escritores de Checoslovaquia y fue traducida a cinco idiomas. En 2012, apareció por primera vez en castellano, con una excelente traducción de Gloria Ceija, por cuyas venas corrían ambas sangres: la mexicana y la checa. Mucho extrañamos a Gloria. Leamos a Fryd:

“En medio de los ánimos deprimidos, que vistos desde fuera parecerían cosa del destino, el propio Max tenía en esos momentos la impresión de haber descubierto el paraíso. Se había hecho de su tercera y más bonita residencia mexicana, una casa con parque en el pequeño pueblo de Cuernavaca, la que un siglo antes había sido construida por un dueño de minas de plata, el Señor de la Borda”.

Quizás Fryd habla de la tercera residencia porque consideraba como las primeras al Palacio Imperial (hoy Nacional) y al Castillo de Chapultepec, en la ciudad de México.

“Ese riquísimo español [Borda] no la había habitado por mucho tiempo, pues quizá le pareció hasta demasiado tranquila, demasiado alejada del mundanal ruido. Buscó mejor las fiestas ruidosas y viajó a París en un tiempo no muy apropiado, por desgracia. Precisamente por ese en­tonces comenzó la revolución contra los nobles disipados y De la Bor­da vio cómo muchos hombres parecidos a él acabaron en la guillotina”.

“¿Le asustó a Carlota el secreter heredado de María Antonieta? Del mismo modo, a Max no le importó el destino del primer dueño de la residencia. Más bien lo hacía sonreír: Todo aquel a quien no le baste este pedazo de paraíso se merece lo peor, pensaba”.

La cita anterior es inexacta con respecto al “destino” de De la Borda que deja entrever el autor, pues el minero José de la Borda murió de enfermedad en Cuernavaca e igualmente su hijo el sacerdote Manuel, que fue el constructor del Jardín Borda.

“A ese paraíso conducía, por una región hermosa y cambiante en dirección al sur, una carretera de algo más de setenta y cinco kilómetros de extensión”.

“Los viajeros de pronto se veían envueltos por bosques de coníferas, casi europeos, y antes de liberarse de ese abrazo vegetal, se hacía un alto al mediodía para disfrutar de un picnic, compuesto de pollos asados y un buen vino. Proseguían el viaje subiendo y bajando cuestas; principalmente bajando, pues Cuernavaca, en Ia falda de las montañas, se extiende solamente a 1,600 metros sobre el nivel del mar, precisamente en la zona mexicana con el mejor clima. A lo lejos quedaban las regiones polvosas y el aire más ligero de las montañas y, mucho más lejos, al otro lado, la humedad asfixiante de las tierras bajas tropicales. La meta en ese cami­no está precisamente a la mitad, en donde se puede gozar durante todo el año de la primavera en una comarca siempre envuelta en flores rojas como las tirolesas, un manto que se extiende como miel, en donde sus dulces frutos y flores diversas son los más hermosos de cualquier re­gión sureña en igual latitud del mundo”.

Primera de dos partes.

El novelista, dramaturgo y guionista checo Norbert Fryd (1913-1976), abogado y doctor en Literatura, fue asimismo periodista y diplomático.

De origen judío, en los años treinta participó en Praga en movimientos de izquierda y, ya durante la segunda Guerra Mundial, el nazismo lo recluyó en un campo de concentración; él logró huir, pero su familia murió allí.

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En la posguerra fue funcionario del Partido Comunista de su país. Fue enviado como agregado cultural a México, de 1947 a 1951. Se enamoró de nuestra patria, cantaba en español tocando la guitarra y escribió cinco libros de tema mexicano, entre ellos una Antología de la gráfica mexicana y dos novelas: La jungla (sobre la selva lacandona) y La emperatriz Carlota de México, publicada en 1972, en checo. Este último trataremos aquí.

Con esta novela ganó el premio de la Sociedad de Escritores de Checoslovaquia y fue traducida a cinco idiomas. En 2012, apareció por primera vez en castellano, con una excelente traducción de Gloria Ceija, por cuyas venas corrían ambas sangres: la mexicana y la checa. Mucho extrañamos a Gloria. Leamos a Fryd:

“En medio de los ánimos deprimidos, que vistos desde fuera parecerían cosa del destino, el propio Max tenía en esos momentos la impresión de haber descubierto el paraíso. Se había hecho de su tercera y más bonita residencia mexicana, una casa con parque en el pequeño pueblo de Cuernavaca, la que un siglo antes había sido construida por un dueño de minas de plata, el Señor de la Borda”.

Quizás Fryd habla de la tercera residencia porque consideraba como las primeras al Palacio Imperial (hoy Nacional) y al Castillo de Chapultepec, en la ciudad de México.

“Ese riquísimo español [Borda] no la había habitado por mucho tiempo, pues quizá le pareció hasta demasiado tranquila, demasiado alejada del mundanal ruido. Buscó mejor las fiestas ruidosas y viajó a París en un tiempo no muy apropiado, por desgracia. Precisamente por ese en­tonces comenzó la revolución contra los nobles disipados y De la Bor­da vio cómo muchos hombres parecidos a él acabaron en la guillotina”.

“¿Le asustó a Carlota el secreter heredado de María Antonieta? Del mismo modo, a Max no le importó el destino del primer dueño de la residencia. Más bien lo hacía sonreír: Todo aquel a quien no le baste este pedazo de paraíso se merece lo peor, pensaba”.

La cita anterior es inexacta con respecto al “destino” de De la Borda que deja entrever el autor, pues el minero José de la Borda murió de enfermedad en Cuernavaca e igualmente su hijo el sacerdote Manuel, que fue el constructor del Jardín Borda.

“A ese paraíso conducía, por una región hermosa y cambiante en dirección al sur, una carretera de algo más de setenta y cinco kilómetros de extensión”.

“Los viajeros de pronto se veían envueltos por bosques de coníferas, casi europeos, y antes de liberarse de ese abrazo vegetal, se hacía un alto al mediodía para disfrutar de un picnic, compuesto de pollos asados y un buen vino. Proseguían el viaje subiendo y bajando cuestas; principalmente bajando, pues Cuernavaca, en Ia falda de las montañas, se extiende solamente a 1,600 metros sobre el nivel del mar, precisamente en la zona mexicana con el mejor clima. A lo lejos quedaban las regiones polvosas y el aire más ligero de las montañas y, mucho más lejos, al otro lado, la humedad asfixiante de las tierras bajas tropicales. La meta en ese cami­no está precisamente a la mitad, en donde se puede gozar durante todo el año de la primavera en una comarca siempre envuelta en flores rojas como las tirolesas, un manto que se extiende como miel, en donde sus dulces frutos y flores diversas son los más hermosos de cualquier re­gión sureña en igual latitud del mundo”.

Primera de dos partes.

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