En el país de los templos piramidales y la eterna primavera

El poeta Balmont describe sus paseos por Xochicalco y Cuernavaca

José N. Iturriaga | Historiador

  · viernes 5 de mayo de 2023

En los escritos de Constantin Balmont, describe a las pirámides de Xochicalco. / Cortesía | Mediateca INAH

El poeta ruso Constantin Balmont, impregnado de misticismo alrededor de las culturas ancestrales, vino a México en 1905. En sus escritos podemos leer:

“Al día siguiente fuimos a Cuernavaca. La carretera pasa al borde de las montañas, sobre valles magníficos, azules lejanos, flores, árboles floridos, espejear de lagos. Muchos lugares me han recordado la Calzada Militar de Georgia. Cuernavaca es una ciudad pintoresca, adonde se viene a descansar. En el hotel Bella Vista, en que paramos, había flores a profusión: buganvillas, azucenas rojas, rosas; vitrales de color se formaban alegremente con el sol y desde mi recámara veía las masas coronadas de nieve de los volcanes, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. En la noche contemplé durante largo rato la tapicería alrevesada de la Osa Mayor. Al día siguiente nos trajeron caballos ensillados para ir a Xochicalco”.

“País de las flores rojas, abiertas en espíritus ebrios de sol, enamorados de la luna, de la estrella de la noche, de la estrella matinal. País de las flores tornasoladas, de los pájaros de plumajes deslumbrantes, azules o verdes, de todas las gamas de piedras. País de espectáculos sangrientos y de piedad refinada, de leyendas verídicas y de una verdad inverosímil, de jeroglíficos polícromos y de templos piramidales, de palabras lentas y de puñal vivo, de la eterna primavera, del otoño eterno. País donde las montañas se parecen a las esculturas gigantes, país cuya historia es un cuento, cuyo destino es un poema doloroso. País engañado, traicionado, vendido, conquistado por la predicción, el genio, la mujer y el caballo; país desfigurado para siempre por el centauro de rostro pálido que lleva la ruina, la devastación, la religión hipócrita acompañada de enfermedades contagiosas y mortales, dondequiera llega a penetrar”.

“Las serpientes que adornan las pirámides arruinadas de Xochicalco y que se parecen a los dragones chinos; los altares formados de cráneos (puesto que como los egipcios, los mexicanos no separaban nunca la vida de la muerte); las divinidades de la muerte con sus peinados de cráneos, con sus tocados tan complejos en su conjunto, que recuerdan el carácter simbólico de nuestra francmasonería o de nuestras danzas macabras de la edad media; el gozoso dios de la vida que mira desde lo alto, con sus ojos ingenuos y no quiere ver al dios paralelo, al de la muerte; aquí están algunos fragmentos de un inmenso edificio, que había surgido antes bajo un cielo de estrellas, tan brillantes, tan vivas, que lo indefinido y lo nebuloso, todavía son deslumbrantes y no se han decolorado, edificio elevado entre los volcanes y las luminosidades de la aurora y las flores extrañas”.

“No te he hablado de mi otra excursión, de Cuernavaca a la aldea de San Antón, cerca de la que hay una cascada, bastante mediocre, del tipo de nuestra Outchan. Allí vi por primera vez una iguana calentándose sobre una piedra, y media hora más tarde, en el jardín de un indígena, una escultura de una iguana magnífica y célebre; enorme y como viva se pegaba a la tierra, exactamente igual a la que acababa de ver. Los habitantes de México sabían representar los animales tan bien como los japoneses, con el mismo arte de estilización. Salí con pena de la encantadora Cuernavaca que los reyes aztecas habían elegido certeramente para residencia de verano, igual que Cortés más tarde. Visité el palacio abandonado de Cortés. Era de noche, las estrellas brillaban; me paseaba de lado a lado sobre la misma veranda donde él tuvo que haberse dejado invadir por los pensamientos de orgullo y amargura, al tiempo que miraba las masas lejanas de los volcanes”.



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