En diciembre de 1856, en la hacienda azucarera de San Vicente, en Chiconcuac, tuvo lugar un sonado asesinato de varios españoles. El gobierno mexicano persiguió, atrapó y ejecutó a varios de los criminales y dio todas las facilidades a los propios representantes de España en México para que coadyuvaran en la investigación.
No obstante, el gobierno español consideró el hecho como un atentado mexicano en su contra. El marqués de Pidal, ministro de Relaciones Exteriores de España, escribió desde Madrid su inconformidad:
“Las explicaciones, lejos de satisfacer al gobierno de Su Majestad, le han hecho ver con tristeza que se intenta presentar los hechos con un carácter muy distinto del que tienen. Numerosas circunstancias de suma notoriedad hacen creer que el espantoso crimen que ocasionó el cese de relaciones diplomáticas entre España y México no tiene el carácter de delito común que le atribuye el gobierno de la república”.
“El atentado de San Vicente no es un hecho aislado. El asesinato, aún impune, de don Andrés Castillo en las minas de San Dimas –anterior a los crímenes de San Vicente–, realizado en pleno día al grito de ‘mueran los gachupines’, ante la indiferencia de las autoridades locales, alentó a sus autores a cometer los demás crímenes con la cooperación de algunos individuos de la región y con armas del servicio público”.
“Tantos otros crímenes cometidos contra españoles indefensos, denotan la existencia de un sistema de persecución y exterminio practicado desde hace algún tiempo contra los súbditos de S.M. residentes en México, y, en consecuencia, dan a estos actos el carácter de ultraje internacional”.
“La opinión pública de México acusa a las tropas del general Juan Álvarez de esos crímenes. Además, hay que tener presente la resolución de los españoles establecidos en el distrito de Cuernavaca, quienes al conocer el fin desastroso de sus compatriotas de San Vicente y sabiendo que se acercaba un destacamento de soldados de Álvarez –cuya presencia en condiciones normales, debiera devolverles la tranquilidad y la confianza perdidas–, abandonaron por completo y a toda prisa sus propiedades, y se refugiaron unos en Cuernavaca y otros en México, solicitando ayuda y protección. Indudablemente no habrían procedido de este modo si hubieran creído que el atentado de San Vicente era un simple ataque de bandidos”.
“Las declaraciones espontáneas de un gran número de respetables ciudadanos mexicanos que se encontraban en el lugar de los tristes acontecimientos; la confesión voluntaria del soldado Máximo Chávez, que dijo haber asistido y contribuido con sus compañeros a quitar la vida a los desdichados habitantes de San Vicente; los ataques de la prensa mexicana, y las cartas que el comandante general de Cuernavaca y el prefecto de este distrito dirigieron al general Álvarez, en las que se señala a los oficiales de confianza de ese general como autores y directores de todos los desmanes hechos a los españoles en ese distrito, son testimonios bien claros del carácter especial de los sucesos de San Vicente”.
“Las legaciones extranjeras protestaron también contra tales crímenes. Con seguridad no lo habrían hecho de haber considerado como delitos comunes los atentados cometidos”.
“Es más que probable la existencia de un plan premeditado contra la vida y los bienes de los españoles”.
“El gobierno de la república, considerando o disimulando considerar como crimen ordinario un atentado tan injurioso, tan atroz, a pesar de las reclamaciones oficiales del cuerpo diplomático, no se encontraba animado de las buenas intenciones necesarias para probar que quería y podía castigar a los malhechores, y dar con eso una satisfacción a la nación, cuyos súbditos eran objeto de tan sangrientos ultrajes”.
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