La sicóloga y escritora de origen alemán Alexandra Scheiman, aunque creció en México, estudió Literatura en Austria, allá se ha formado en el medio de las Letras y hasta la fecha reside en Viena. En su primera novela, Hierba santa, habla de Frida Kahlo y Diego Rivera:
“Versión moderna de Adán y Eva, pues recién casados los mandaron al paraíso: Cuernavaca. Los trazos pictóricos de Diego despertaron la admiración del embajador americano Morrow, quien después de colmarlo de elogios le encomendó un mural para el antiguo Palacio de Cortés, donde siglos atrás se había desarrollado otro amor trágico: el del conquistador Hernán Cortés y su traductora y amante, Malintzin. Así que Diego y Frida celebraron su luna de miel en la ciudad de la eterna primavera, santificada por una circunstancia por demás irónica: el gusto del máximo representante del imperio capitalista por la obra del más famoso pintor comunista de México. Fue entonces cuando Frida se dio cuenta de que Diego podía ser muy rojo, pero que lo rábano le florecía al oír dólares. Su hambre por comida y mujeres también se extendía a los dólares; para el obeso pintor no había mal dinero ni mal benefactor, aunque estos fueran la antítesis de lo que pregonaba. Para sellar el trato, el embajador prestó su casa de campo a fin de que Frida y Diego vivieran durante la realización del mural. Fue así como disfrutaron sus primeros días de casados rodeados del canto de las aves y el olor de las frutas, mirando los dos volcanes nevados que semejaban, según la antigua leyenda, al guerrero en espera del despertar anhelado de su amante dormida. Durante esos días de ensueño, Frida pasaba la mayor parte del tiempo a los pies de la tarima donde trabajaba Diego, contemplando el mural en el que poco a poco se perfilaba la brutalidad de la Conquista y el triunfo de la Revolución Mexicana, representada en la figura de Emiliano Zapata. En sus ratos libres, disfrutaba la casa del embajador, una obra arquitectónica digna de saborearse con calma: poseía un bello jardín con fuentes, flores, platanares, palmeras y buganvilias. También se dedicaba a pintar sus cuadros, que mantenía ocultos de las miradas ajenas […]”.
“Recorrieron el camino de Cuernavaca a Tepoztlán con dos ayudantes mientras bebían tequila y cantaban viejos corridos revolucionarios, de esos que encienden el alma y calientan la boca. La vieja camioneta Ford en la que viajaban saltaba entre baches y piedras, tratando de no arrollar cerdos, gallinas o burros que se cruzaban en su camino. Al llegar a una colina divisaron las torres del convento de Tepoztlán, que sobresalía como un Gulliver entre las enanas azoteas de tejas de barro, rodeado de grandes montañas como centinelas orgullosos. Al entrar al pueblo la camioneta comenzó a serpentear por calles empedradas hasta detenerse a la sombra de un portal cercano a la plaza y al patio del convento. La plaza estaba a reventar de toldos blancos del mercado que cubrían como lienzos las flores y frutas”.
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“Frida y Diego pasearon por la plaza principal, seguidos de niños en trajes de manta que a grito pelado trataban de venderles frutas, juguetes de madera y antojitos. Se detuvieron a curiosear en cada puesto, hasta que el calor los obligó a meterse bajo un arco donde se refrescaron con helados de chicozapote, guanábana y jiotilla”, escribió Scheiman.
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