Bernard Villaret nació en París y estudió la carrera de medicina. En 1937 inició sus viajes por el mundo y visitó, entre otros países, Australia, las islas del Sudpacífico, Centro y Sudamérica, incluidas las islas Galápagos, y, desde luego, nuestra nación. Para escribir este libro (que en su versión original en francés se llama Le Mexique aux 100 000 pyramides), Villaret y su esposa hicieron en 1959 un largo recorrido de cinco meses. Veamos algunos retazos morelenses:
“Pasado el pueblo de Huitzilac, con su linda iglesia rosa y negra, la carretera se estrecha más todavía y se llena de curvas brutales. Las recientes lluvias han provocado derrumbamientos y la caída de gruesos pedruscos, entre los cuales, con extremo cuidado, puedo hacer pasar mi coche. Finalmente aparece, a través de los pinos, el espejo helado de los lagos de Zempoala, aquel día revestidos de una indecible tristeza: parecían unos lagos de los Vosgos, con sus paredes escarpadas y sus aguas glaucas en las que se reflejaba una gran cabaña para la venta de refrescos, naturalmente desierta”.
Rumbo a Tepoztlán
“El mapa que utilizábamos era incompleto, pues atravesamos la aldea de Ocotepec que ni siquiera figura en el mismo. Y, sin embargo, nos paramos por su iglesia; es muy bella, casi románica por su aspecto tan sencillo. Una fecha en el campanario –1522– parece demasiado antigua para ser cierta.”
En Tepoztlán “se ofrece a nuestra contemplación el más encantador cementerio que hayamos visto en México. Todas las tumbas, hasta la altura de un hombre, representan casitas e iglesias. Están pintadas de alegres colores, muy delicados: rosa, azul celeste, verde claro y decoradas con infinidad de flores anaranjadas. Nos gustaría habitar en estas ciudades para muñecas, tan alegres. Los mexicanos, realmente, tienen una idea de la muerte muy distinta de la nuestra”.
Tras de la fachada del hotel en Cuernavaca “tenemos la sorpresa de descubrir una verde pradera en torno a una piscina. Es algo muy particular [de esta ciudad] eso de los grandes jardines disimulados tras unos altos muros”.
“Al ponerse el sol salimos para tomar unos helados en el Zócalo, donde los pájaros organizan un estruendo tan ensordecedor que llega a dominar al de las eternas gramolas".
"Este Zócalo dispone de un encantador quiosco octagonal, para la música, que parece una copa de té. Sobre siete de sus ocho lados se abren diminutos tenderetes donde se expenden refrescos, en tanto que el octavo sirve de entrada al tropel de músicos que durante toda la tarde van a ejecutar –y lo digo en sentido propio, amén del figurado– ciertas obras maestras clásicas. Los mexicanos, que tantísimo gusto artístico demuestran, son, hay que reconocerlo, personas poco dotadas para la música, y sin embrago la adoran […]”.
Salvaje grandeza
“Siempre en el estilo de las iglesias-fortaleza, la Catedral no llamaría mucho la atención si no albergase en un nicho una pequeña estatua de Moctezuma, elevado así al rango de santo, y si su portada lateral no apareciese coronada por un cráneo con dos tibias cruzadas que le dan un aspecto de iglesia de piratas”.
“Al lado de las numerosas pirámides gigantes de México, la de Xochicalco nos pareció una adorable obra de arte finamente cincelada".
"Desde la meseta de salvaje grandeza donde se halla, la vista se extiende por el este hasta el valle de Cuernavaca y por el oeste al lago del Rodeo”.
“Un sistema complejo de subterráneos horada el subsuelo. Iluminándonos con nuestra linterna visitamos uno de ellos, en perfecto estado, que conduce a una sala abierta en forma de chimenea, la cual servía –según se dice– para observaciones astronómicas”.
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