“Mi historia comienza aquí, en esta tierra que es la mía, ¡tan luminosa!, ¡tan florida! Bástele al viajero pasar una noche en Cuernavaca para que se le adhiera a la piel su enredadera de flores de un rosa subido que se asoma detrás de cada barda, para que lo despierten los pájaros canoros en permanente fiesta, por la mañana saludando al día, y por la tarde avisando que la noche llega y se van a sus ramas. Bandadas de pericos, zanates negros los cuervos criollos, anunciando lluvia, palomas marrulleras ensuciando la plaza y las golondrinas que pasan rasando sobre la alberca para beber un sorbo de agua”.
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“Cuernavaca es un desorden luminoso de calles, angostas las más y otras con pretensiones de avenidas, mis calles vanidosas que se visten de azul violáceo y de rojo cuando las jacarandas y tabachines florecen, rosa encendido o amarillo, tupidos copos sobre el tronco desnudo de las primaveras, radiante amarillo en los copa de oro o en los lluvia de oro y la lujuria de las buganvilias derramándose por cada barda, fingiendo virginales pudores cuando son blancas y apasionadas cuando se pintan de rosa; Cuernavaca, ese color único que navega entre el rojo y el fucsia”.
“Hay que caminar el centro para entender Cuernavaca. Morelos que va cambiando de rostros a medida que se recorre de sur a norte, amplia avenida de Chipitlán a Las Palmas y aún un poco más, que se va haciendo estrecha a medida que penetra en el centro. Locura de ‘rutas’ que no terminan por entender cuál es su carril, y pasamos por el corredor cultural, que se ha ido haciendo solito sin que nadie lo planificara: el Centro Cultural Universitario; al frente, abandonado por la desidia política, el Museo de la Ciudad; a su lado el Centro Morelense de las Artes, luego nuestro bello Jardín Borda, palacio de Maximiliano y Carlota y ahora Instituto de Cultura. Al frente la majestuosa Catedral cuyo enorme predio da la vuelta por la calle Hidalgo, momento para que el viajero se detenga a tomar un café, o lo que se le antoje, en las cafeterías que dan cara a la entrada principal del terreno catedralicio, en cuyo muro de la banqueta se recargan las vendedoras indígenas que nos ofrecen bordados, tejidos, collares, pulseras y anillos de piedras de colores. Ellas mismas son una delicia a la vista con sus trenzas y sus largas naguas coloridas. Al fondo de la calle Hidalgo, en vertiginosa bajada, remata el Palacio de Cortés, ahora Museo Cuauhnáhuac. Si hubiéramos seguido por Morelos habríamos encontrado La Casa de la Ciencia y el Cine Morelos, pero mejor vamos por las calles que desembocan en Hidalgo; cervecerías, cafés y el maravilloso Callejón del Libro”.
“Mi Cuernavaca tiene una vocación ecléctica donde lo bello se mezcla con lo absurdo, callejuelas y calles llenas de tiendas que cuelgan su mercancía en la calle, como si de un bazar hindú se tratara. No hay aquí una parte alta y una baja, todo se confunde y hasta en el lugar más pobre se puede encontrar una gran casona señorial”.
“La gente de mi Cuernavaca padece del mismo eclecticismo de sus calles. Viene de todas partes, habla en todos los idiomas, intelectuales y artistas, comerciantes y jubilados llegan de visita y aquí se quedan para siempre. Van creando una idiosincrasia cosmopolita que no entiende de orígenes ni credos, que crea comunidades por afinidad de intereses y que arrastra a los oriundos de Morelos en una fiesta permanente de ideas y proyectos, de fundaciones y asociaciones”.