Inmediatamente se comprueba la verdad de la invasión y se ve a Cuernavaca como un pueblo edificado para la filmación de una película
Eduardo de Ontañón periodista español
Viajemos al estado hacia 1946, a través del refugiado español Eduardo de Ontañón, y a una ciudad capital no del todo desaparecida: “El campo suele tener encima tal sueño de siglos que si no fuese por esas grandes letras que colocan estratégicamente ofreciendo un garage o un vino, nada nos haría pensar que estábamos en nuestro siglo”.
“Y más, este campo de cumbres y collados por el que se va desde México a Cuernavaca. Asoman a veces unas praderías verdes y unos hilos de agua y unos caminillos triscadores como de un mundo acabado de nacer. Desde esas tres cumbres a las que la voz popular llama más mitológicamente ‘Las Tres Marías’, se puede contemplar un espectáculo realmente sobrecogedor. Montañas azules y hondonadas brumosas hacen pensar sinceramente en lo que tantas veces nos han asegurado los poetas: la grandiosidad de la Naturaleza”.
“Pero bien; dejemos señalado como primer síntoma de invasión esta promiscuidad de los letreros que nos convierten el campo, edénico según la versión lírica más elemental, en un paraíso para Adanes de chamarra de cuero y Evas con pañuelos de seda a la cabeza. Y continuemos nuestro viaje. La entrada en Cuernavaca se hace entre un calor de colores. Todas las casas de distintos tonos, entoldadas y con los balcones abiertos a la calle. Esto y las grandes rejas hasta el suelo recuerdan con facilidad el escenario de los conquistadores, esos poblachones de Andalucía, Extremadura y aún parte de Castilla la Nueva en los que el mediodía tiene un ronronero de abejorros y cigarras, la más perfecta serenata del calor”.
“Dura poco la evocación gustosa. Inmediatamente se empieza a comprobar la verdad de la invasión y se ve a Cuernavaca como un pueblo edificado para la filmación de una película. Sí, casas coloniales, almenas cortesianas, catedral del XVI, toda pomposa de cúpulas. Pero las calles cruzadas para arriba y para abajo por cientos, por miles de personajes extraños, de traje inglés y huaraches, de camisa abierta y sombrero de palma, de huipil bordado y peinado peliculero”.
“También mariachis con guitarra en brazo y hombres de sarape que no parecen auténticos, sino ‘extras’. Y en el Zócalo, en medio de cuidados jardines y terrazas de bares europeos, una banda de música que le da carácter de villa vascongada, guipuzcoana más exactamente”.
“–¿Borda gardens? ¿Cortés Palace?”
“Y hay, para cumplir con el ritual turístico, que visitar ambos lugares. Sobre todo el Palacio de Cortés, tan sobrio y recatado en severidades por su parte exterior y en cuyas galerías el gran Rivera ha pintado sus mejores explosiones revolucionarias”.
“Sólo una callecita alejada –calle Arteaga creo que se llama–, que marcha ondulando su suelo hasta la iglesia que le sirve de fondo, puede entregarnos de pronto la auténtica emoción de lo colonial. Es una calle tranquila, humilde, sin letreros ni turistas. Casas de vecindad la bordean: casas con balcones floridos y pequeños patios en los que tiene Cuernavaca enjaulado a su verano eterno”.
“La iglesia, también pequeña y mansa, es de color de rosa y tan simple e ingenua, como si la hubiese delineado una mano infantil. Para mayor propiedad, tiene a los lados de la puerta dos cipreses muy verdes. Seguramente pasa desapercibida a la mayoría de los viajeros; no habrá guía que le dé importancia ni itinerario que la señale, porque así son las cosas. Pero ahí está arrinconada, como cohibida, toda la emoción colonial, auténtica, de la ciudad. En ese breve panorama de callejuela con iglesia al fondo, hasta el que no ha llegado la invasión del turismo que –muy justificadamente, porque esta es otra–, cae día tras día sobre Cuernavaca.”
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