Juan de Torquemada nació en España hacia 1557 e ingresó a la orden de San Francisco de Asís. Vino a México y destacó no sólo como misionero, sino también como arquitecto, ingeniero y sobre todo historiador.
Reedificó la iglesia de Santiago Tlatelolco y diseñó su retablo. Construyó las calzadas de México a Guadalupe, a Chapultepec y en parte la de San Cristóbal Ecatepec, así como varias represas a raíz de la inundación que asoló la capital en 1604; consiguió sueldos y comida para los indígenas que aportaron la mano de obra, situación que en aquellos años no era algo tan obligado.
Fue guardián del convento de Zacatlán y del colegio de Tlatelolco, provincial del Santo Evangelio y cronista de su orden. Estudioso de varias lenguas indígenas -sobre todo náhuatl y totonaco-, compilador de códices y manuscritos, Torquemada escribió, amén de su obra cumbre -Monarquía indiana-, otros diversos opúsculos como la Vida del venerable fray Sebastián de Aparicio y pequeñas obras de teatro en lengua indígena. Murió en Tlatelolco el Año Nuevo de 1624, cuando se aprestaba para cantar en el coro.
Este acucioso franciscano fue de los pocos historiadores de aquella época que llegó a ver impreso su trabajo principal: Monarquía indiana (título resumido). Publicada en 1615 en Sevilla, estuvo a punto de no conocerla, pues el barco que traía los ejemplares a la Nueva España naufragó, lo que convirtió en rarísima a dicha edición (aunque plagada de erratas y omisiones); mucho mejor fue la segunda, realizada en Madrid en 1723.
Esta obra de dos mil páginas es larga como su título: Los veintiún libros rituales y monarquía indiana, con el origen y guerras de los indios occidentales, de sus poblaciones, descubrimientos, conquistas, conversión y otras cosas maravillosas de la misma tierra. De esta obra, leamos el pasaje de Hernán Cortés visitando la fabulosa huerta de Oaxtepec, después de haber librado batallas cerca de Yecapixtla:
“Acabadas estas dos tan dificultosas empresas, en que Fernando Cortés ganó mucha reputación, y la perdiera si no las hiciera, fue a Huaxtepec [Oaxtepec] y aposentose en una casa del señor que estaba en una huerta, que tenía dos leguas de circuito; por medio de la cual corría un río, pobladas las riberas de muchas arboledas, de trecho en trecho aposentos, con jardines de diversas flores y fruta, y había diferentes casas, sementeras [sembradíos], fuentes, y había en diversos peñascos labrados, cenadores, oratorios y miradores, con sus escaleras en la misma peña. Reposó en el campo un día, en esta huerta; y segundo pasó a Yautepec, adonde no le esperó la mucha gente de guerra que había: siguiéronla hasta Xicotepec, adonde mató mucha, y se tomaron muchas mujeres, y cómo el señor no acudía a rendirse, se puso fuego al pueblo, y al salir de él, acudieron mensajeros de otro pueblo, dicho Yautepec, a darse por vasallos del rey de Castilla”.
El franciscano arremete contra el reformador alemán Martín Lutero, comparándolo con el predicador fray Martín de Valencia, quien dejó profunda huella en México:
“El mismo año que Martín Lutero, heresiarca, comenzó en la Germania a derramar su herética ponzoña, se levantó en España Martín de Valencia, apostólico varón, para traer a los indios a la doctrina sana y santa del Evangelio Sagrado de Cristo Nuestro Redentor, porque la capa de Cristo que un Martín, hereje, rompía, otro Martín, católico y santo, cosiese, y la vestidura que aquel mal hombre desnudaba a los cristianos, que pervertía y engañaba, este verdadero imitador de la Verdad Evangélica la vistiese a estas nuevas plantas cristianas, que de voluntad la recibían”.