/ miércoles 21 de octubre de 2020

El legado de los 2000

Pocos de los que crecieron en el anterior siglo podían asegurar con escasa convicción que vivirían lo suficiente para ver un candidato de un partido diferente llegar a la presidencia. La costumbre del poder en México tenía diferentes rostros, pero sólo provenía de un sitio: el PRI.

Hannah Arendt decía que lo nuevo siempre desafiaba lo que la probabilidad impone como certeza, por lo tanto, no se equivocaba al afirmar que la novedad, invariablemente, acontece en forma de milagro. Así ocurrió un domingo cerca de la medianoche, cuando el presidente Ernesto Zedillo reconocía en cadena nacional a Fox como el futuro portador del poder ejecutivo. La mayoría del país, con la respiración entrecortada, se preguntaba qué sería de la política del mañana. Después de 71 años en el poder el hijo de la revolución, el PRI, cerraría la puerta y apagaría las luces de Los Pinos. El partido monolítico de la república daba paso al PAN y a la llamada “democracia madura”. México se acostó monárquico, escribía Krauze, para despertar republicano.

En realidad, los observadores más agudos no les parecía raro tal acontecimiento. Como sueño que se convierte en susurro algunos esperaban, después de las liberalizaciones políticas, la lenta promesa de cambio. Era cuestión de tiempo para que lo aparentemente imposible se volviera inevitablemente real. Defender el pasado es una noble hipocresía, no obstante, es importante recordar los elementos que dieron forma a lo que ahora concebimos en la política, lo que puede ser entendido únicamente con la transición del 2000. No sólo fue el año que México estaba más cerca de la democracia, también apareció un escenario más amplio y desconocido con nuevas oportunidades de observar los procesos políticos, incluso ahí donde la tradición mexicana no sabía que germinaba la política.

Fue el momento en que dos diferentes generaciones se encontraron en las urnas: los jóvenes abiertos a la globalización y con más estudios, y los adultos mayores con menor escolaridad y sin opciones políticas reales a lo largo de su vida. Gracias a la popularización de los medios de comunicación las personas eran más conscientes sobre quiénes eran los candidatos, observaban con mayor regularidad propaganda televisiva y comenzaban a discutir sobre impresiones en sus círculos sociales. Fueron las elecciones que brindaron mayor claridad al espectro ideológico que muchos creían muerto: el PRI se posicionó en la derecha con rasgos autoritarios, el PRD a la izquierda, pro de una democracia más abierta y el PAN, como partido cacha todo, logró adquirir los votos indecisos por los otros contrincantes. También, cosa rara, muchos electores votaron con más afinidad al candidato que al partido en sí.

Sin embargo, el mayor legado que nos dio el milenio fue transformar en parte fundamental al votante, descubrir que no sólo era una pieza inerte en el tablero, sino una persona con convicciones, ideales y dotado con la cualidad para que el país obtenga, sino un cambio verdadero por lo menos la verdad de un cambio. Nos concedió a uno de los protagonistas del mañana: el ciudadano.

Pocos de los que crecieron en el anterior siglo podían asegurar con escasa convicción que vivirían lo suficiente para ver un candidato de un partido diferente llegar a la presidencia. La costumbre del poder en México tenía diferentes rostros, pero sólo provenía de un sitio: el PRI.

Hannah Arendt decía que lo nuevo siempre desafiaba lo que la probabilidad impone como certeza, por lo tanto, no se equivocaba al afirmar que la novedad, invariablemente, acontece en forma de milagro. Así ocurrió un domingo cerca de la medianoche, cuando el presidente Ernesto Zedillo reconocía en cadena nacional a Fox como el futuro portador del poder ejecutivo. La mayoría del país, con la respiración entrecortada, se preguntaba qué sería de la política del mañana. Después de 71 años en el poder el hijo de la revolución, el PRI, cerraría la puerta y apagaría las luces de Los Pinos. El partido monolítico de la república daba paso al PAN y a la llamada “democracia madura”. México se acostó monárquico, escribía Krauze, para despertar republicano.

En realidad, los observadores más agudos no les parecía raro tal acontecimiento. Como sueño que se convierte en susurro algunos esperaban, después de las liberalizaciones políticas, la lenta promesa de cambio. Era cuestión de tiempo para que lo aparentemente imposible se volviera inevitablemente real. Defender el pasado es una noble hipocresía, no obstante, es importante recordar los elementos que dieron forma a lo que ahora concebimos en la política, lo que puede ser entendido únicamente con la transición del 2000. No sólo fue el año que México estaba más cerca de la democracia, también apareció un escenario más amplio y desconocido con nuevas oportunidades de observar los procesos políticos, incluso ahí donde la tradición mexicana no sabía que germinaba la política.

Fue el momento en que dos diferentes generaciones se encontraron en las urnas: los jóvenes abiertos a la globalización y con más estudios, y los adultos mayores con menor escolaridad y sin opciones políticas reales a lo largo de su vida. Gracias a la popularización de los medios de comunicación las personas eran más conscientes sobre quiénes eran los candidatos, observaban con mayor regularidad propaganda televisiva y comenzaban a discutir sobre impresiones en sus círculos sociales. Fueron las elecciones que brindaron mayor claridad al espectro ideológico que muchos creían muerto: el PRI se posicionó en la derecha con rasgos autoritarios, el PRD a la izquierda, pro de una democracia más abierta y el PAN, como partido cacha todo, logró adquirir los votos indecisos por los otros contrincantes. También, cosa rara, muchos electores votaron con más afinidad al candidato que al partido en sí.

Sin embargo, el mayor legado que nos dio el milenio fue transformar en parte fundamental al votante, descubrir que no sólo era una pieza inerte en el tablero, sino una persona con convicciones, ideales y dotado con la cualidad para que el país obtenga, sino un cambio verdadero por lo menos la verdad de un cambio. Nos concedió a uno de los protagonistas del mañana: el ciudadano.

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