/ martes 25 de febrero de 2020

Dulce-amargo

Mirar hacia adentro

Varios temas polémicos concurren en torno al genio del maestro Eleuterio Hernández Porcayo, tallador de piedra o lapidario, como él mismo se asume, de la comunidad de Tlatenchi, municipio de Jojutla.

El oficio aprendido de su padre y perfeccionado a lo largo de cerca de 40 años, le deja un gusto dulce-amargo. La dulzura viene del gozo que le produce emplearse a fondo en la elaboración de sus tallas, desde escoger la piedra adecuada, hasta la exquisita finura en el detalle que alcanza. Le pasa como a muchos nos sucedió de niños, cuando el juego proseguía hasta que ya no se veía el balón. Cuando Don Eleuterio se sienta a producir, sólo la oscuridad lo detiene. Sus piezas son muy expresivas, muchas de ellas inspiradas en la naturaleza, como sus molcajetes o morteros con forma de jaguar, zorro o armadillo, o sus esculturas de chapulines, parecieran estar animadas. Las máscaras de chalchihuites o sus collares de piedras verdes, reflejan no sólo su conocimiento y gusto por las culturas prehispánicas, sino también su genio, pues hace algunas expresivas adiciones en ellas.

Esto le ha llevado a ganar un buen número de premios estatales y nacionales y a ser considerado como uno de los grandes maestros del arte popular mexicano de la Fundación Cultural Banamex; de hecho, participa en una exposición que con este tema continuará abierta hasta mayo en el Palacio del Arzobispado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Hasta aquí todo bien, maravilloso; lo amargo es que no le compran lo suficiente para sobrevivir. Sus piezas son un tanto costosas, pero si pensamos en el largo y arduo proceso para elaborarlas, la verdad hasta resultan baratas.

Lo malo es que estamos cada vez más acostumbrados a lo que se produce en serie, aunque esta actitud vaya contra nosotros mismos, pues lo que sucede a unos nos sucede a todos, algo que necesitamos aprender con urgencia; contra nosotros pues muchas de ellas se producen en condiciones de casi esclavitud en países de escaso desarrollo, donde los seres humanos sólo poseen lo que puedan hacer con sus manos. También contra nosotros pues lo que producen las máquinas lo dejan de producir las manos. Claro, lo compramos más barato, pero a costa de que nuestros semejantes no puedan subsistir de sus talentos. Esta escasez en las ventas lo ha llevado a, en ocasiones, pensar que no le gustaría heredar el oficio a alguno de sus tres hijos, dos hombres y una mujer, pues no les desea que se mueran de hambre. Que un gran maestro del arte popular mexicano piense esto es triste. Tristísimo. Debería darnos pena, y si no nos da, debería de darnos pena que no nos dé. Más sobre él la próxima semana.

Varios temas polémicos concurren en torno al genio del maestro Eleuterio Hernández Porcayo, tallador de piedra o lapidario, como él mismo se asume, de la comunidad de Tlatenchi, municipio de Jojutla.

El oficio aprendido de su padre y perfeccionado a lo largo de cerca de 40 años, le deja un gusto dulce-amargo. La dulzura viene del gozo que le produce emplearse a fondo en la elaboración de sus tallas, desde escoger la piedra adecuada, hasta la exquisita finura en el detalle que alcanza. Le pasa como a muchos nos sucedió de niños, cuando el juego proseguía hasta que ya no se veía el balón. Cuando Don Eleuterio se sienta a producir, sólo la oscuridad lo detiene. Sus piezas son muy expresivas, muchas de ellas inspiradas en la naturaleza, como sus molcajetes o morteros con forma de jaguar, zorro o armadillo, o sus esculturas de chapulines, parecieran estar animadas. Las máscaras de chalchihuites o sus collares de piedras verdes, reflejan no sólo su conocimiento y gusto por las culturas prehispánicas, sino también su genio, pues hace algunas expresivas adiciones en ellas.

Esto le ha llevado a ganar un buen número de premios estatales y nacionales y a ser considerado como uno de los grandes maestros del arte popular mexicano de la Fundación Cultural Banamex; de hecho, participa en una exposición que con este tema continuará abierta hasta mayo en el Palacio del Arzobispado en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Hasta aquí todo bien, maravilloso; lo amargo es que no le compran lo suficiente para sobrevivir. Sus piezas son un tanto costosas, pero si pensamos en el largo y arduo proceso para elaborarlas, la verdad hasta resultan baratas.

Lo malo es que estamos cada vez más acostumbrados a lo que se produce en serie, aunque esta actitud vaya contra nosotros mismos, pues lo que sucede a unos nos sucede a todos, algo que necesitamos aprender con urgencia; contra nosotros pues muchas de ellas se producen en condiciones de casi esclavitud en países de escaso desarrollo, donde los seres humanos sólo poseen lo que puedan hacer con sus manos. También contra nosotros pues lo que producen las máquinas lo dejan de producir las manos. Claro, lo compramos más barato, pero a costa de que nuestros semejantes no puedan subsistir de sus talentos. Esta escasez en las ventas lo ha llevado a, en ocasiones, pensar que no le gustaría heredar el oficio a alguno de sus tres hijos, dos hombres y una mujer, pues no les desea que se mueran de hambre. Que un gran maestro del arte popular mexicano piense esto es triste. Tristísimo. Debería darnos pena, y si no nos da, debería de darnos pena que no nos dé. Más sobre él la próxima semana.

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