Desde tiempos inmemoriales, el nombre ha sido una piedra angular en la construcción de la identidad humana. Más que una simple etiqueta, es el primer atributo que recibimos al nacer, un símbolo cargado de significado y expectativa. A lo largo de la historia, ha servido no sólo para distinguirnos como individuos, sino también como una conexión con nuestro pasado, un reflejo de nuestra cultura y un legado para el futuro.
El uso de nombres es tan antiguo como la humanidad misma. En la antigua Mesopotamia, los nombres tenían un significado sagrado, y se creía que otorgaban poder y protección. El nombre de una persona estaba íntimamente ligado a su destino y su identidad. En Egipto, la importancia del nombre era tal que se inscribía en tumbas y monumentos para asegurar la inmortalidad del alma.
En las civilizaciones griega y romana, los nombres eran más que identificadores personales; eran símbolos de linaje, estatus y ciudadanía. Los romanos, con su sistema de praenomen, nomen y cognomen, utilizaban los nombres para situar a las personas en un complejo entramado social y familiar.
El derecho al nombre comenzó a tomar forma jurídica en la Edad Media, cuando las sociedades europeas empezaron a sistematizar el registro de nacimientos y matrimonios. Sin embargo, fue en el siglo XIX, con la creación de los Registros Civiles modernos, que se establecieron las bases para el derecho contemporáneo al nombre. La Revolución Francesa, con su énfasis en la igualdad y la ciudadanía, impulsó la creación de Registros Civiles laicos y universales.
En el siglo XX, el derecho al nombre se consolidó como un Derecho Humano Fundamental. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, en su artículo 6, reconoce el derecho de toda persona a ser reconocida con su personalidad jurídica. Este reconocimiento es inseparable del derecho al nombre, que permite la identificación y la protección de los individuos ante la ley.
El nombre es el conjunto de apelativos distintivos que individualizan a una persona indicando la señal característica de su filiación. Elemento básico e indispensable de la identidad de cada persona. De manera general, se constituye de dos componentes: el de pila y los apellidos, estableciendo formalmente el vínculo jurídico entre los diferentes miembros de la familia.
Es un atributo de la persona, debido a que es consecuencia de la propia naturaleza humana; además, es un reconocimiento de la personalidad jurídica de un individuo frente a la sociedad, y determina su presencia efectiva ante el Estado. Es un derecho humano fundamental oponible erga omnes, como expresión de un interés colectivo que no admite derogación ni suspensión.
Está íntimamente ligado al derecho a la identidad, como el conjunto de atributos y características que permiten la distinción de la persona en sociedad visibilizando su dignidad, facilitando el ejercicio de sus derechos y cumplimiento de sus obligaciones.
El Estado, en el ámbito de sus competencias, debe respetar y procurar los medios y condiciones jurídicas para que el reconocimiento a la personalidad pueda ser desempeñado libre y plenamente por sus titulares; y en cuanto el derecho al nombre, representa la constancia legal de su existencia para el ejercicio de sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. De modo que, tiene la obligación de brindar las medidas necesarias para el registro de la persona, inmediatamente después de su nacimiento; sin ningún tipo de restricción ni interferencia en la decisión de escoger el nombre.
Al mismo tiempo, estar conforme a la identidad de género auto-percibida por el individuo, proveyendo los medios idóneos respecto al cambio de nombre en cuanto al procedimiento de reasignación para la concordancia sexo-genérica, permitiendo el desarrollo pleno de la persona de acuerdo con su proyecto de vida.
Es una manifestación profunda de la dignidad humana. Es un derecho que abarca y refleja nuestra individualidad, nuestras relaciones sociales y nuestra herencia cultural. A través del nombre, encontramos una conexión con nuestro pasado y una proyección hacia nuestro futuro. Más allá de su función identificadora, es un testimonio de la historia personal y colectiva, un baluarte de la identidad y un vehículo de memoria.
En un mundo en constante cambio, donde las identidades son fluidas y las culturas se entrelazan, el derecho al nombre permanece como un ancla de estabilidad y reconocimiento. Es, en última instancia, una celebración del valor intrínseco de cada ser humano y una afirmación de la diversidad y la riqueza de la experiencia humana. Así, el nombre no sólo es un reflejo de quienes somos, sino también de quiénes aspiramos a ser.
Profesor de Derecho Civil y Derecho Familiar de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México