Niños con ojos envejecidos de mirar la guerra, intelectuales atónitos, doloridos e impotentes ante el desgarramiento de su patria y 30.000 españoles del éxodo y del llanto. Treinta mil refugiados republicanos que huyendo de la rebelión cayeron en los campos de concentración franceses y pudieron librarse del infierno, la Segunda Guerra Mundial, gracias a la generosidad del Presidente Lázaro Cárdenas.
El primer envío, el de los niños de las familias republicanas a los que éstas quisieron poner a salvo de la guerra, fue quizás el más emotivo y el mejor recibido por la sociedad mexicana. La idea de acoger en México a niños españoles no partió de Cárdenas, sino de un grupo de damas a las que inmediatamente prestó su total apoyo el gobierno. El 7 de junio de 1937 quinientos niños eran desembarcados en el puerto de Veracruz y al día siguiente eran recibidos en la estación de Colonia en México D.F. con flores, abrazos y besos a acordes de la Internacional.
La decisión del presidente de acogerlos apenas había levantado oposición. Sólo algunos diputados habían insinuado la necesidad de barrer primero a casa propia, de atender a miles de niños mexicanos que no tenían satisfechas ni las necesidades mínimas.
Las peticiones de adoptarlos; sin embargo el gobierno había tomado desde el primer momento la decisión de que no se darían en adopción, sino que había que procurar que se mantuvieran juntos rodeados de un ambiente y una educación que no les alejara de los ideales republicanos de sus padres.
A partir de entonces y hasta hoy se les conocíó como “los niños de Morelia”. Hubo, evidentemente, problemas de adaptación por ambas partes. A pesar de las dificultades, pocos regresaron a España en los años de la posguerra. Los que se quedaron se integraron en vida mexicana.
Intelectuales a los que se ofreció la oportunidad de alejarse del escenario bélico y a trabajar con entera libertad en un país donde no tendrían problemas de idioma y en el que las costumbres no eran extrañas.
La idea había partido del historiados y embajador de México en Lisboa, Daniel Cossío Villegas, quien convenció a Luis Montes de Oca, presidente del Banco de México y persona cercana a Cárdenas, para que interesara a éste en el proyecto. Fue fácil. L. Cárdenas se entusiasmó con la idea e inmediatamente puso en marcha las gestiones para realizarlas. El gobierno español de la República aceptó con agradecimiento la propuesta y se elaboró una lista de treinta intelectuales de primera línea a los que se invitó a trasladarse con todos los gastos pagados a México.
Uno a uno en pequeños grupos fue llegando a México la flor y la nata de la intelectualidad española del momento: científicos como Cándido e Ignacio Bolívar y Odón y Rafael de Buen, el filósofo y rector de la Universidad de Madrid José Gaos, el historiador Rafael Altamira, el poeta y pintor José Moreno Villa, el jurista y sociólogo Bernardo de Quirós, el poeta José Bergamín, etc.
Algunos no aceptaron venir a México. Ramón Menéndez Pidaly José Ortega y Gasset, no aceptaron, sí lo hizo la mayoría.
Para acogerlos se había creado la Casa de España con la idea de que aquel fuera el centro donde los intelectuales exiliados trabajasen hasta que encontraran puestos docentes o de investigación en otras instituciones mexicanas.
Médicos y profesionales fueron los primeros en desvincularse de la Casa de España al encontrar con facilidad otros puestos desde los que desarrollar su actividad. Casi todos los humanistas, aún después de ocupar puestos docentes, continuaron vinculados a la Casa –transformada en Colegio de México desde 1940-.
A medida que la situación del gobierno de la República Española fue empeorando, la lista inicial de intelectuales llegó al centenar, y una vez perdida la guerra, continuaron llegando. Quizás en ningún otro momento de la historia de México y España haya habido una unión más estrecha, una cooperación más productiva y una solidaridad más plena que en aquellos de 1939-1940 en que México abrió de par en par sus puertas a la entrada de los españoles exiliados.