/ domingo 27 de diciembre de 2020

2020, el año en que la ciencia nos salvó del desastre

Hace apenas un año, el 31 de diciembre de 2019, se hizo pública la existencia de una nueva enfermedad infecciosa caracterizada por una pulmonía atípica. En menos de 6 semanas, los científicos identificaron el agente patógeno como una variedad no conocida de coronavirus y determinaron su secuencia genética.

Con esta información se comenzaron a tomar medidas preventivas ya que los coronavirus son partículas infecciosas que se transmiten persona a persona a través de las gotitas de saliva. Distancia social, lavado de manos, uso de cubrebocas y, en casos extremos, el confinamiento, fueron inmediatamente implementados en la ciudad de Wuhan en China con la finalidad de aislar el brote.

Desafortunadamente y a diferencia de otros coronavirus, el SARS-CoV-2 como se nombró oficialmente, genera una muy alta proporción de infectados asintómaticos lo que impidió que las primeras medidas tuvieran éxito y en cuestión de semanas el brote se dispersó entre los continentes siendo Italia el primer país en entrar a una situación crítica.

Mientras esto ocurría, los científicos comenzaron a desarrollar de manera acelerada métodos diagnósticos para la identificación específíca del virus mediante la técnica de PCR en tiempo real. La mayoría de los países aprovechó esta herramienta para identificar pacientes asintomáticos y aislarlos, controlando así la velocidad de transmisión.

La drámatica experiencia de los médicos italianos permitió entender un poco mejor la enfermedad COVID-19. Para mayo sabíamos que no nos enfrentabamos a una enfermedad respiratoria tipo influenza sino que se trataba de un padecimiento inflamatorio sistémico, es decir, que afectaba órganos que no estaban siquiera en contacto directo con el virus. En consecuencia, se cambió el tratamiento de los pacientes con síntomas graves, dejando como último recurso el uso de respiradores y enfocándose a la determinación temprana de indicadores de laboratorio como la proteína C reactiva y el dímero D las cuales permiten prevenir trombosis y daño inflamatorio.

También se supo por esas fechas que el virus ocasionaba un cuadro poco común llamado hipoxia alegre que consiste en la disminución de los niveles de oxígeno en la sangre sin que medie ninguna otra manifestación. A partir de ese momento y con la finalidad de evitar infartos fulminantes se volvió parte importante del seguimiento de los pacientes infectados, con o sin síntomas, el monitoreo regular de los niveles de oxígeno. Un nivel de oxígeno por debajo de 90% debe ser reportado al médico tratante para su atención inmediata.

Con la información genética del virus se desarrollaron modelos tridimensionales sobre los cuales se diseñan nuevos compuestos antivirales. Usando poderosas tecnologías como la inteligencia artificial y los sincrotrones, cientos de científicos desarrollan actualmente prototipos de lo que con el tiempo serán medicamentos efectivos para controlar la fuerza de la infección por el SARS-CoV-2. Algunos de estos esfuerzos se realizan en México.

Gracias al conocimiento que existía de otros coronavirus se logró identificar como el principal objetivo de las posibles vacunas a la proteína S, la cual se localiza en las protuberancias del virus. Tan pronto como marzo, docenas de científicos en el mundo comenzaron a adaptar sus plataformas de diseño de vacunas para la producción de una específica contra el SARS-CoV-2. Para agosto y gracias al apoyo económico de sus gobiernos, se habían fabricado los primeros lotes experimentales de algunas vacunas y se comenzaron las pruebas clínicas .

El protocolo para la eventual autorización de una vacuna tiene dos fases y diferentes etapas. En la fase preclínica, se llevan a cabo experimentos en animales de laboratorio para determinar que la vacuna es segura y que genera anticuerpos específicos contra el virus. En la fase clínica se repiten estas dos etapas en humanos de forma que en cuestión de semanas sabíamos que la primeras vacunas también eran seguras y que generaban anticuerpos específicos en cientos de voluntarios.

La tercera etapa de la fase clínica es la más compleja y la más importante, porque su objetivo es determinar si la vacuna protege contra la infección. Para su realización el número de voluntarios se incrementa hasta decenas de miles y se requiere un seguimiento muy cuidadoso de los casos para documentar de manera precisa la aparición de efectos secundarios. Para esto también se desarrollaron nuevos protocolos acelerados que permitieron reducir el tiempo de las pruebas de años a pocos meses.

Uno de los retos más importantes y que no ha sido todavía superado es la capacidad de producción de las vacunas. En el mejor de los casos se requerirá producir por una sola ocasión una dosis de vacuna para cada uno de los 7 mil 500 millones de habitantes del planeta. En el peor de los casos, se tendrá que producir anualmente el mismo número de dosis para los refuerzos.

No existe actualmente en el mundo capacidad de producción suficiente para cubrir la demanda. En primera instancia se han adaptado para la producción de las vacunas contra el SARS-CoV-2 instalaciones ya existentes. De seguirse por mucho tiempo así, esta respuesta llevará al desabasto de otras vacunas y medicamentos biotecnológicos igualmente importantes. Se requieren nuevos esfuerzo e inversiones para el diseño y contrucción de al menos una planta de producción local para cada 100 millones de habitantes reduciendo también el costo y la complejidad de la distribución.

Hemos avanzado en meses lo que en otras condiciones hubiera llevado años y esto ha sido gracias a la ciencia y a los científicos que se han volcado de manera inédita a atender lo que será sin duda la crisis más profunda que haya sufrido la humanidad en su historia. Sin embargo, no debemo soslayar que, en contraste a los beneficios del conocimiento científico, la situación ha sido desafortunadamente utilizada por personas sin escrúpulos en su propio provecho.

Se han dado casos de políticos que manipulan la información con fines electorales sin recato alguno en el daño a la salud y economía que pueden provocar en sus ciudadanos. Esta situación no es exclusiva de nosotros y hemos visto con optimismo como los ciudadanos de otros países responden ya de manera responsable en las urnas. Esperemos que este cambio de actitud se esparza entre países.

Por ahora el oleaje de la desinformación sigue causando estragos. Desde el rechazo irreflexivo al uso de cubrebocas pasando por la promoción de compuestos milagro hasta llegar al activismo antivacunas, cada persona que niegue la utilidad de las recomiendaciones científicas nos pone en riesgo a nosotros y a quienes nos esforzamos por proteger.

No hay que olvidar que también sabemos ahora que millones de enfermos recuperados de COVID-19 presentarán secuelas que van desde las ligeras como trastornos en el sueño hasta problemas severos como daño pulmonar, cardiaco y neurológico pasando por depresión y ansiedad, las cuales deberán ser diagnosticadas y atendidas de manera específica en los próximos años.

Mientras esto evoluciona, los investigadores trabajaremos para que el próximo año esté marcado por la esperanza en la recuperación basada en el conocimiento científico.


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